Ermilio llegó esa misma semana. Había avisado, por medio de un telegrama, que me visitaría y lo recibí con gusto.
Juntos fuimos a ver a Florencio. Él se alegró de que los tres lográramos una cálida reunión.
Después de eso, Ermilio me llevó hasta el amplio terreno que se ubicaba a las afueras de la ciudad. En ese lugar su suegro le propuso que se empezara a sembrar aguacate. El proyecto tenía como fin mejorar la distribución en la zona sur del país.
Si bien la ciudad me parecía interesante, también era caótica y podía cansar. Estoy convencido de que el aire del campo es distinto. Huele a vida, a alegría. Cuando alguien se siente morir, es aconsejable que vaya a olvidarse de todo en medio del pasto y los árboles que bailan al compás de una suave brisa que refresca el alma.
—Las oficinas estarán allá. —Ermilio apuntó hacia una construcción precaria de dos habitaciones y techo de tejas al que faltaban varias—. Yo no me voy a quedar aquí, tengo que regresar, pero acordé que vendría a revisar la administración cada quince días. —Me contempló entusiasmado—. ¿Te interesa estar de encargado en el proceso agrario? —Hundió un poco los hombros—. Esto es nuevo y avanzará despacio, pero confío en que saldrá adelante. Y con tu ayuda, más.
Lo pensé un momento. Ser empleado de nuevo fue una propuesta que no me tentó lo suficiente. En la zapatería no era dueño, jamás lo fui de forma oficial, por eso hice una contrapropuesta:
—Tu ofrecimiento es noble, amigo. Sé que me falta experiencia, pero me gustaría ser socio de este interesante proyecto. Sabes bien que al aguacate le dicen oro verde y, si esto sale bien, puede ayudar no solo a mi familia, sino a muchas.
Ermilio se agachó, dio una media vuelta, se masajeó la barbilla, y después regresó a verme.
—Los socios cobrarán hasta que haya ganancias. Tal vez eso tarde.
—Haremos que funcione —le dije esperanzado.
Que funcionara era la única opción que tenía. Si quería mantener a la familia grande que anhelaba, antes debía trabajar a sol y a sombra de ser necesario.
Mi buen amigo y yo cerramos el trato con un apretón de manos que fue una luz de oportunidad que no dejaría que se apagara.
Su esposa Conchita se quedó en mi casa conviviendo con las mujeres. La idea de ir a asolearse al campo no le pareció una buena forma de pasar el día.
Ambos regresamos a la ciudad. El tiempo de camino era de una hora y veinte minutos en autobús; medio de transporte que en mi pueblo ni siquiera soñábamos tener.
Antes de volver a casa, invité a Ermilio a comer una birria que consideraba deliciosa.
—Es un lugar… llamativo.
Noté su desdén enseguida porque el lugar era chico y le invertían poco empeño para que luciera mejor. Apenas y contaba con tres mesas y a un lado se encontraba la cocina. Dos meseros y dos señoras que cocinaban, y nada más.
—Sirven buena comida —añadí.
Ocupamos una de las mesas y enseguida pedimos.
—Dime, Esteban —comenzó Ermilio, serio—, ¿cómo vas?
—Bien —respondí a secas.
No sabía si de verdad ya estaba bien. La pérdida de mi hermano apenas tenía cinco meses y mi madre tuvo la atrevida idea de juntarme con su esposa. Y también estaba Amalia. Odiaba pensar en ella, pero hasta el salero me la recordaba.
«¿Cómo se arrancan los recuerdos que duelen cuando vuelven?», me pregunté con la vista puesta en un florero con girasoles que estaban más muertas que mis ganas de enamorarme otra vez.
—Lo estarás, ya lo verás. —Apretó mi hombro. Él sabía que las cosas con Miranda no continuaron, pero tuvo la delicadeza de dejar pasar esa conversación.
Resoplé y lo miré fijo.
—Voy a dedicarme al trabajo, eso es lo que más importante ahora, ¿qué no? —Fingí una sonrisa.
«¡Debo dejar de pensar en tonterías!», me reprendí porque evocar a Amalia era eso: una tontería. ¡Yo era un tonto por no poder borrarla de mi mente !, de dejar en el olvido las noches en las que aparecía con su perfume y sus dulces labios que tanto mintieron.
—Es lo mejor que puedes hacer —así finalizó mi amigo con el tema.
La visita de Ermilio fue breve, pero dejó a su partida una larga lista de pendientes para iniciar con el proyecto. Mi inversión saldría de un préstamo que Gerónimo aceptó porque la mercancía del local del pueblo se vendió como remate para evitar tanta pérdida.
Enfocarme en tan importantes encomiendas alejarían cualquier ingrato intento de pensar en su nombre.
Durante la siguiente semana estuve ausente en la casa. Las visitas a la zapatería se redujeron a solo un día. Mi hermano ya manejaba todo de manera excelente y con la ayuda de Acacio yo era solo un estorbo. Los otros cinco días los dediqué a buscar empleados.
Los primeros a los que consideré fueron a Jacobo y a Anastasio. Ellos sabían sobre sembradíos. Anastasio mucho más; él aceptó a la primera.
Debí adivinar que Jacobo no tomaría muy bien que su hermano menor fuera su jefe.
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Editado: 11.12.2024