Los ojos me ardieron y por un segundo quise ir hacia ella y maldecirla, Reclamarle hasta que se me secara la boca. A su lado se encontraba ese mentiroso deshonesto. Ardí en rabia porque parecían un feliz matrimonio que compraba baratijas en un día de paseo. Quien diría que hicieron tanto daño a dos personas que solo los quisieron.
—¡Te encontré! —escuché que dijeron detrás de mí.
Rápido volteé a ver. Era Celina. Ella salió de la tienda sin que me diera cuenta y cargaba entre los brazos una bolsa de tela que se notaba pesada. En su cabeza tenía puesto un sombrero que se quitó y lo colocó sobre mi cabeza.
—Vi que no traías y te compré este.
¡Me quedé pasmado! Ella no tenía por qué ver que su examiga estaba esperando un bebé del hombre que casi se convierte en su marido.
Me quité el sombrero y lo sostuve en el costado de mi cabeza para bloquear su visión.
Celina no dijo nada, pero estoy seguro que se ofendió porque parecía que rechazaba su regalo.
—Gracias —le dije y me dispuse a darle un beso en la mejilla para distraerla.
Sin que lo advirtiera, ella movió un poco su rostro y mi inocente beso fue a dar a la comisura de sus labios. Apenas un suave roce porque retrocedí en cuanto me di cuenta de la tremenda falta de respeto.
Su gesto de confusión me desarmó, aunque tuvo la cortesía de quedarse callada.
—Debemos irnos ya —le recordé.
Decidido coloqué mi mano sobre su espalda con el fin de que se diera la vuelta.
Para nuestra fortuna, el camino hacia la parada del transporte era contrario al puesto donde se encontraban Amalia y Nicolás.
Subimos al camión en cuanto recibió pasajeros. Mientras se llenaba volteé varias veces para revisar que no anduvieran cerca y traté de mantener distraída a Celina. Ella podía parecer una mujer que superó el engaño del que fue víctima, pero por dentro quizá la destrucción continuaba lastimándola.
—Me disculpo por lo de hace rato —dije una vez que el camión arrancó rumbo a la ciudad.
—No pasa nada —respondió sin añadir más.
El rubor de su rostro enrojeció su nariz, mejillas y hasta la frente. Una señorita como ella de seguro no tenía ese tipo de “cercanías” tan seguido, y menos con un simple amigo.
—Te agradezco el regalo. —Entre mis manos sostenía el sombrero de lana color café—. No debiste.
Celina esbozó una tierna sonrisa.
—Es una marca que acaba de salir, la nombran mucho, y como vi que no tenías. —Hundió los hombros.
Ambos comprendíamos el porqué dejé de usarlos y no se hizo un comentario extra.
—Me gusta, es cómodo. —Me lo puse de nuevo. Fue grato volver a tener algo sobre la cabeza.
El resto del día transcurrió como siempre, aunque solo fui media jornada a trabajar.
Los Ramírez comentaron que saldrían a pasear para conocer mejor la ciudad.
Pía, por su parte, seguía sin volver a la casa; cosa que me preocupó porque ella no se quedaba más de una noche en casa de mis padres. Sabía que el cuidado de Catalina era compartido y yo no quería alejarme tanto de la niña.
Antes de llegar, después de las ocho de la noche, me desvié a ver a Pía para ver si necesitaba ayuda con el regreso, pero ella argumentó que los niños la estaban pasando tan bien que los dejaría quedarse un día más. Opté por dormir a la bebé ahí mismo. Esa decisión inesperada de mi cuñada me hacía ruido, pero la respeté.
Eran las nueve y media de la noche cuando abrí la puerta de mi casa. Estaba cansado y satisfecho con los dos platos de comida que mi madre me sirvió; incluso tuvo la cortesía de mandarle a los Ramírez. Los acompañé mientras cenaban. A ellos les encantó la idea de deleitarse con la sazón de mi madre.
—Pensaba hacer unos huevitos, pero mejor esto —acertó a decir la señora Consuelo mientras sería los platos.
Celina lucía cansada y, aunque trataba de ocultarlo, noté que aguantaba el dolor por el cual asistían al médico.
Si yo me consideraba un buen amigo, tenía que demostrarlo como ella lo demostró en el pasado.
—Mañana es su consulta, ¿cierto? —quise confirmar una vez que terminaron la cena.
—Así es —me respondió Celina al mismo tiempo que ahogaba un quejidito.
—¿Puedo acompañarlos? Me gustaría estar ahí.
Fui sincero. Sí quería demostrarle que su salud me interesaba.
La señora Consuelo abrió los ojos de par en par, pero también sonrió.
—¿Escuchaste, Ismael? —Le dio un leve codazo a su marido, quien seguía mordiendo un hueso de pollo.
Don Ismael ni siquiera nos miró. Se mantuvo decidido a llegar al tuétano del hueso.
—Escuché, escuché —dijo a secas.
—¡El jovencito es tan considerado!
—Tan considerado —repitió su esposo.
—Es a las nueve de la mañana. —avisó doña Consuelo.
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Editado: 11.12.2024