Al día siguiente, temprano, Celina y las demás mujeres salieron para buscar adornos y otras cosas, según me avisó. Los Ramírez regresarían al pueblo por una semana o semana y media para atender sus compromisos e ir a recoger el ajuar de la novia. Doña Consuelo quería que su hija usara el mismo vestido que ella usó cuando se casó; por supuesto que Celina quedó encantada con la propuesta.
Yo, por mi parte, me encargué de ir al trabajo.
En el camino me sentí distinto, como si fuera más liviano, como si estuviera viviendo otra realidad en la que ya no existía sufrimiento, ni duelo, ni despecho.
No sé bien cómo fue que pasó, pero cuando llegué, mi hermano me avisó triunfante que los primeros brotes de aguacate por fin se dieron. Estábamos tan contentos que enseguida redacté una misiva para Ermilio, donde le proporcionaba todo el informe de los avances y las proyecciones.
Una vez terminada la jornada, Anastasio me acompañó a una famosa joyería que se ubicaba en el centro de la ciudad para comprar el ansiado anillo.
—¡Qué rápido pasan las cosas! —hizo hincapié mi hermano.
Él no podía juzgarme porque había quedado prendado de Silvia después de pedirle un par de bailes en una celebración del pueblo.
Como yo ya sabía lo que iba a adquirir, llevé los ahorros que tenía y escogí una sortija que, según me comentó el vendedor, era de diseño intrincado con un diamante central. Conocía poco de cortes y colores, pero la piedra brillaba bastante y, a mi juicio, era una pieza digna de una dama. Me hubiera gustado comprarle el mejor anillo de todos, pero el dinero en esos tiempos era limitado.
Por cuestiones de costumbres, la novia no podía dormir en la casa del novio hasta que se llevara a cabo la boda, por eso los Ramírez aceptaron la propuesta de que, tras su regreso, su estadía sería en la casa de mis padres.
Volví esa noche, después de despedir a mi prometida, agotado y solo pensaba en ir a dormir. Erlinda ya debía estar descansando y para no despertar a nadie me moví sigiloso. Pero el llanto de Catalina desvió mis intenciones.
Hallé a Pía en la cocina. Se veía harta y ojerosa. La niña manoteaba entre sus brazos y los tres mayores peleaban entre sí por un yoyo.
—¡Qué la chingada! —les gritó desesperada; algo poco acostumbrado en ella—. ¡Ya quédense quietos por un rato!
Decidí que era mi turno de intervenir porque ellos también merecían mi atención.
—Dejen descansar a su madre —los reprendí con voz firme—. ¡A dormir, ya! —les ordené, tronándoles los dedos. Después de que esos tres traviesos se fueran corriendo de ahí, me acerqué a Pía—. ¿Qué tiene Catalina?
—No ha parado de llorar desde que llegamos de dar un paseo en el parquecito. —Siguió meciéndola para calmarla, sin éxito—. Estoy pensando que se siente mal.
Extendí los brazos.
—Dámela, yo me encargo. —Recibí a mi enérgica niña—. Quieres a papi, ¿verdad? —La estreché y su llanto cedió un poco—. ¿Verdad que quieres que papi te cargue?
Mecí a Catalina por un rato mientras su madre recogía los vasos de la leche que se tomaron. Su pequeño cuerpo fue calmando los espasmos, hasta que se relajó tanto que empezó a dormitar.
—Disculpa si no te dije antes —Pía se dirigió a mí luego de que el caos terminara—, pero te felicito, Esteban. Se nota que la señorita Ramírez es una buena mujer. En el pueblo la traté poco, pero solo conozco buenos comentarios sobre ella.
—Gracias, cuñada.
Pía se dio la vuelta, tomó un trapo y empezó a limpiar la mesa.
Me disponía a llevar a la niña a su cama, pero ella habló con una voz que me pareció distinta:
—Dame… dame oportunidad de quedarme un mes más. Venderé mi casa y con eso veré cómo le hago para poner un negocio.
Regresé los tres pasos que di hacia la salida y la miré de frente.
—¿De qué estás hablando[CS1] ?
Ella trataba de responderme con su expresión de desasosiego.
Esbocé una media sonrisa amarga gracias a la incredulidad.
—Vas a tener tu propia familia —quiso defenderse—. Seremos un estorbo para ustedes.
Negué con la cabeza. Me ofendía que dudara de mi palabra.
—¡De ninguna manera! Tus hijos son mis hijos, ¿lo olvidas?
—Tendrás los de sangre y…
—¡Basta! —alcé la voz—. Ustedes se quedan aquí. —Apunté hacia el piso—. Esto es suyo. Nadie se los va a quitar.
Mi cuñada se aferró al trapo que sostenía y con una rígida postura quiso rebatir:
—Pero entiende…
—¡Pero nada! ¡No! —Tenía a Catalina recostada sobre el pecho y se removió con mi reacción. Tuve que susurrar para no despertarla—. Hice un juramento y lo voy a cumplir.
—Eso dices ahorita. Tu mujer va a querer su casa entera, no la mitad.
—Por la memoria de mi hermano prometí que siempre velaría por ustedes. —Vi que ella preparaba argumentos, por eso me sinceré—: Yo los quiero y no es porque tengo que hacerlo. Los quiero porque son “mi” familia. Incluso si falto, estarán incluidos en los pocos bienes que tengo. Para tu tranquilidad, revisaré con el constructor como podemos hacer una entrada independiente para el segundo piso y así no importunarlos más. —Sujeté su hombro—. No vuelvas a pensar que te dejaré sola.
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Editado: 11.12.2024