Cuidarte el alma

—7—

 

Me pongo de tiros largos como dicen mis amigas del Facebook. Son unas locas lindas esas chicas, y las conocí gracias a los grupos de las adoradoras de nuestro bien amado y nunca bien ponderado Christian Grey, el de las cincuenta sombras. ¿Qué diría Vane si me viera en este instante? «Ve y cómetelo, guapa», sin dudas.

Lo haría, Vane. Ese hombre me gusta mucho, para qué negarlo.

Pero de todos los hombres que conozco, o que he conocido, Andrés es el que se me antoja más inalcanzable.

Y no es porque sea casado, porque como he dicho antes eso va conmigo. Que haya decidido huir de relaciones vacías como la que me unió a César no quiere decir que esté lista para comprometerme sentimentalmente con nadie, y correr el riesgo de terminar casada como las veces anteriores. Continúo con la idea de no involucrarme con sujetos que impliquen ese tipo de peligro, y los casados son una buena opción. Solo es que quiero sentirme un poquito más valorada que un mueble, y si es posible, que no sea tan estúpido como para que la esposa se entere. No creo pedir demasiado, me parece.

Es por eso que Andrés es más inaccesible que las estrellas. Para empezar, no me parece del tipo de hombre infiel. Es decir, sé que todos lo son si se les presenta la oportunidad, pero me parece que este necesita un incentivo más fuerte que el puro deseo. Espero equivocarme, pero presiento que es así.

Y para terminar, no lo veo con un interés genuino en acostarse conmigo. Claro que me dijo que me veía linda cuando me reía, pero lo sentí como un gesto de cortesía para aligerar un momento bastante tenso. Sí… definitivamente no tengo posibilidades con este hombre.

¿Entonces para qué te arreglaste tanto, Gaby?

Buena pregunta, Superyó.

¿Por qué quiero impresionarlo? Tal vez para probarme a mí misma que aún conservo mis dotes de seductora o quizá para contrarrestar la imagen que le dejé el día en que nos conocimos…

Ese día terminé convertida en un desastre de maquillaje corrido y ropa arrugada, y cada vez que recuerdo el espanto que sentí al llegar a casa y mirarme al espejo, me muero de vergüenza. Bueno, ¿qué más daba? Acababa de perder a mi padre, joder. Era normal que me viese tal cual como me sentía, creo yo.

Hoy tengo otros problemas y son bastante graves. Mi futuro laboral, mi fuente de ingresos para mantener a mi familia, pende de un hilo. La posibilidad de obtener cien mil euros no me entusiasma ante la perspectiva de no saber qué hacer con ellos.

Pero por alguna razón, lo único que me preocupa en este momento es lo que Andrés pueda pensar cuando me vea. Quiero que me encuentre verdaderamente irresistible…

Me maquillo con esmero, y me peino de igual forma. Mi pelo luce impecable, y los ojos me brillan como estrellas. Este vestido negro es más que sobrio, porque presiento que él no aprecia estridencias y colores llamativos. Además, se ciñe a mis curvas como una segunda piel.

Altos stilettos negros con suela roja, completan mi atuendo. Son tan, pero tan altos, que tengo miedo de quedar por encima de la línea de su boca. Pero lo pienso un poco y desecho la idea.

Primero, porque según recuerdo, hace falta más que estos zapatos para llegar hasta ahí. Y segundo, porque también hacen falta más que mis deseos para llegar a eso… Y de pronto me encuentro preguntándome cómo serán sus besos. ¿Intensos, inseguros, dulces?

Basta, Gaby. Tienes cuarenta y cuatro años, y no dieciocho. Compórtate como la señora que eres, entonces. ¿A la señora le sentarán bien estos pendientes de plata? Espero que sí, porque esperaba una ocasión como esta para estrenarlos.

¿Cómo es esta ocasión? Excitante. Las ganas de volver a verlo me matan, y también la expectativa de lo que sucederá.

Para propiciar que me acompañe a casa o me lleve a la suya, me voy en taxi. Después de todo, el hecho de poder permitirme una copa de vino, hace que la excusa suene creíble para no ir en mi propio coche.

Antes de salir, cojo el sobre que elegí para esta noche, y guardo mi tarjeta de crédito y mi labial. Solo me faltan las llaves; ¿para qué más? Si necesito pañuelos él me los dará, me digo sonriendo.

Mi última mirada al espejo me muestra una mujer que sabe lo que quiere. Lo que no sabe es si lo conseguirá.

 

 

 

Once y veinticinco. Llego al restaurante. Vaya lujo… Es impresionante.

«Majestuoso», diría Mariel, mi terapeuta, que es muy hábil con los adjetivos. No en vano es escritora, además de psicóloga…

Había pasado varias veces por la puerta, pero jamás había entrado porque lugares de esta categoría están fuera de mi alcance en situaciones normales. Todo parece de la mejor calidad, y de un gusto exquisito. Y caro, muy caro... Desde el suelo al techo todo se adivina de cinco tenedores. Y ese pequeño escenario anticipa momentos únicos, que van más allá de buena comida y buena bebida.

Entro con paso firme, y miro a mi alrededor. Solo un par de parejas que están en el postre… Se nota que es un día de semana y mañana hay que trabajar. Bueno, ellos tendrán que hacerlo porque lo que es yo… No quiero acordarme de eso. Lo único que quiero es a Andrés.

No está. Mi maldita obsesión por ser puntual me ha jugado una mala pasada. Y es evidente que no se muere de ganas de verme, porque no ha llegado. Mierda. Qué mal se verá el hecho de que yo haya llegado antes…

Bien, ahora ya está. Un camarero impecablemente vestido viene hacia mí.

—¿Señora Gabriela de la Fuente?

Vaya.

Vaya, vaya.

Parece que el señor ha pensado en todo. Hasta en una reserva con mi nombre, pero… ¿cómo sabe este joven que soy yo? Elemental, mi querido Watson. ¿Quién va a cenar con reserva a esta hora, un día de semana? Solo un par de locos como nosotros.

Asiento, y él me conduce a una mesa muy especial. Es un privado, y eso me da muchas esperanzas… Esperanzas que enseguida desecho al darme cuenta del motivo: es un hombre casado, Gaby, ¿qué esperabas? ¿Que se mostrara feliz de la vida contigo? Vale la pena pagar un poco más por algo tan preciado como la discreción.



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En el texto hay: romance, amor, maduro

Editado: 05.12.2019

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