¡Pero qué pedazo de IDIOTA!
Mientras subía las escaleras pisando tan fuerte como mis
músculos y huesos podían, no podía quitarme de la cabeza los
últimos diez minutos que había pasado con el imbécil de mi nuevo
hermanastro. ¿Cómo se podía ser tan capullo, engreído y psicópata
al mismo tiempo y a niveles tan altos? Oh Dios no lo aguantaría, no
iba a poder soportarlo; si ya de por sí le tenía manía por el simple
hecho de ser el hijo del nuevo marido de mi madre, ¡como para
soportarlo ahora!
Había odiado su forma de hablarme, su forma de mirarme. Como
si fuese superior a mí por el simple hecho de tener un padre rico.
Sus ojos me habían escrutado de arriba abajo y luego había
sonreído... Se había reído de mí en toda mi cara, con lo del perro,
con su manera de acorralarme contra la nevera... por Dios ¡si hasta
me había amenazado!
Entre en mi habitación dando un portazo, aunque con las
dimensiones de aquella casa nadie me oiría. Fuera ya se había
hecho de noche y una tenue luz entraba por las inmensidades de mi
ventana. Con la oscuridad, el mar se había teñido de color negro y
no se diferenciaba donde terminaba este y comenzaba el cielo.
Nerviosa me apresuré en encender la luz.
Fui directa hacia mi cama y me tiré encima clavando mi mirada
en las altas vigas del techo. Encima de todo me obligaban a cenar
con ellos. ¿Es que mi madre no se daba cuenta de que ahora
mismo lo último que me apetecía era estar rodeada de gente?
Necesitaba estar sola, descansar, hacerme a la idea de todos los
cambios que estaban ocurriendo en mi vida, aceptarlos y aprender a
vivir con ellos, aunque en el fondo supiera que nunca iba a terminar
encajando.
Eran las ocho de la noche cuando llegué a mi habitación, y solo
pasaron diez minutos hasta que mi madre entró por la puerta. Se
molestó en llamar, al menos, pero al ver que no le contestaba entró
sin más.
—Noah, dentro de quince minutos tenemos que estar todos
abajo—me dijo mirándome con paciencia.
—Lo dices como si fuera a tardar una hora y media en bajar
unas escaleras—le respondí incorporándome en la cama. Mi madre
se había soltado su pelo rubio a media melena y se lo había peinado
de una forma muy elegante. No llevamos en esta casa ni dos horas
y su aspecto ya era diferente.
—Lo digo porque tienes que cambiarte y vestirte para la cena—
me contestó ignorando mi tono.
La observé sin comprender y bajé mi mirada hacia la ropa que
llevaba.
—¿Qué tiene de malo mi aspecto?—le contesté a la defensiva.
—Vas en zapatillas, Noah, a donde vamos hay que ir de etiqueta,
no pretenderás ir así vestida ¿no? ¿En pantalones cortos y
camiseta?—me contestó ella exasperada.
Me puse de pie y le hice frente. Había colmado mi paciencia por
aquel día.
—A ver si te enteras mamá, no quiero ir a cenar contigo y tu
marido, no me interesa conocer al demonio malcriado que tiene
como hijo, y menos me apetece tener que arreglarme para ello—le
solté intentando controlar las enormes ganas que tenía de coger el
coche y largarme de vuelta a mi cuidad.
—Deja de comportarte como si tuvieras cinco años, vístete y ven
a cenar conmigo y tu nueva familia—me dijo en un tono duro pero al
ver mi expresión suavizó el rostro y añadió—Solo es esta noche, por
favor, hazlo por mí.
Respiré hondo varias veces, me tragué todas las cosas que me
hubiese gustado gritarle y asentí con la cabeza.
—Solo esta noche.
En cuanto mi madre se fue me metí en el vestidor de mi cuarto.
Allí había miles de cosas que nunca me pondría, como por ejemplo
los vestidos rosas de seda y los zapatos con pedrería. Disgustada
con todo y con todos, comencé a buscar un atuendo que me gustara
y que me hiciese sentir cómoda. También quería demostrar lo adulta
que podía llegar a ser; aún tenía la mirada de incredulidad y
diversión de Nicholas gravada en mi cabeza cuando me recorrió el
cuerpo con sus ojos claros y altivos. Me había observado como si no
fuera más que una cría a la que le divertiría asustar, cosa que había
hecho al amenazarme con aquel endemoniado perro.
Con la mente roja de rabia escogí un vestido negro que había
colgado en las miles de perchas forradas de seda blanca y azul. En
las estanterías había miles de tacones que podrían haber quedado
muy elegantes con el vestido que había escogido pero con una
sonrisa de suficiencia me decanté por unos de tacón rosa fucsia. Mi
madre los había comprado seguramente para ir a una discoteca o
conociéndola, por lo llamativos que eran al ser tan altos.
Sonreí solo al imaginarme su expresión y seguramente la de su
marido.
El vestido era de seda oscura y me quedaba corto, por encima
de las rodillas. Me acerqué al espejo gigante que había en una de
las paredes y me observé detenidamente. Mis curvas se marcaban
con aquel vestido tan caro y tan sexy. Para ser sincera estaba
encantada y me elevó un poco el animó al darme cuenta que iba
estar guapa con él. Con rapidez me solté el pelo que tenía atado en
una cola alta y lo dejé caer sobre uno de mis hombros. Observé mi
color de pelo con el ceño fruncido. Nunca llegaría a comprender de
qué color era, si rubio o castaño, pero me fastidiaba no haber
heredado el rubio platino de mi madre. Observe mi rostro sin
ninguna intensión de maquillarme y luego pasé a colocarme los
tacones.
Eran increíbles, de lo más chic, y destacaban con el color negro
de mi vestido.
Ya satisfecha cogí un bolso pequeño y me dirigí hacia la puerta.
Justo cuando la abría me tope con Nicholas que se detuvo un
momento para poder observarme. Thor, el demonio, iba a su lado y
no pude evitar echarme hacia atrás.
Mi nuevo hermano sonrió por algún motivo inexplicable, y volvió
a recorrerme el cuerpo y el rostro con la mirada. Al hacerlo sus ojos
brillaron con alguna especie de emoción oscura e indescifrable.
Entonces sus ojos se fijaron en mis pies.
—Bonitos zapatos—dijo sarcásticamente.
Yo le observé un momento y volví a asombrarme ante lo alto y
viril que era. Iba con pantalones de traje y camisa, sin corbata y con
los dos botones del cuello desabrochados. Sus ojos celestes
parecían querer traspasarme pero no me dejé intimidar.
—Gracias—contesté cortante para después desviar mi mirada
hacia su perro que ahora en vez de mirarme con cara de asesino,
movía la cola de felicidad y esperaba sentado observándonos con
interés.—Tú perro parece otro... ¿Vas a decirle que me ataque
ahora o esperarás a que regresemos de cenar?—le dije clavando
sus ojos en él al mismo tiempo que le sonreía con falsa amabilidad.
—No sé, pecas... eso dependerá de cómo te comportes—me
contestó al mismo tiempo que me daba la espalda y caminaba hacia
las escaleras.
Me quedé callada un momento, intentando controlar mis
emociones. ¡Pecas!
¡Me había llamado pecas! Este tío se estaba buscando
problemas...
problemas de verdad.
Caminé detrás de él convenciéndome a mí misma que no
merecía la pena enfadarme por sus comentarios o por sus miradas
o por su simple presencia. Él no era más que otra de las muchas
personas que me caerían mal en aquella ciudad, así que mejor ir
acostumbrándome.
En cuanto llegué al piso de abajo no pude evitar volver a
sorprenderme ante lo magnifica que era aquella casa. De alguna manera conseguía transmitir un aire antiguo pero sofisticado y
moderno al mismo tiempo.
Mientras esperaba a que mi madre bajara, ignorando a la
persona que me hacía compañía, recorrí con la mirada la
impresionante lámpara de cristal que colgaba de los altos techos
con vigas. Estaría hecha de miles de cristales que caían como si
fueran gotitas de lluvia congeladas, hacía abajo, queriendo llegar al
suelo pero obligadas a estar suspendidas en el aire por un tiempo
indefinido.
Por un instante mi mirada se cruzó con la suya y en vez de
obligarme a mi misma a apartarla decidí observarle hasta que el
tuviera que desviarla.
No quería que pensara que me intimidaba, no quería que
creyese que iba a poder hacer conmigo lo que le diera la gana. Para
mí no era más que otra persona viviendo bajo mi mismo techo.
Pero sus ojos no se apartaron, sino que me observaron fijamente
y con una determinación increíble. Justo cuando creí que no podría
aguantar más, mi madre apareció junto con William.
—Bueno, ya estamos todos—dijo este último observándonos con
una gran sonrisa. Le observé sin un atisbo de alegría.—Ya he
reservado mesa en el Club, espero que haya hambre...—agregó
dirigiéndose a la puerta con mi madre colgada de su brazo.
Esta me había observado con una sonrisa satisfecha, hasta que
vio mis zapatos, claro.
—¿Qué te has puesto en los pies?—me dijo susurrándome al
oído.
Yo hice como que no la escuchaba y me adelanté hacia la salida.
Ya fuera el aire era cálido y refrescante. Se podían oír las olas
rompiendo contra la orilla a lo lejos y las lámparas que alumbraban
el jardín y el camino de entrada creaban un ambiente hogareño y
muy elegante.
Caminé por el camino empedrado hasta bajar las escaleras del
porche de entrada.