Culpa nuestra

Capítulo 1

PRIMERA PARTE 
Reencuentro

NOAH 
Diez meses después… 
El ruido del aeropuerto era ensordecedor, la gente iba y venía agitada, 
arrastrando las maletas, arrastrando niños, arrastrando carritos. Miré fijamente la 
pantalla que había sobre mi cabeza, buscando el nombre de mi siguiente destino 
y la hora exacta en la que debería embarcar. No me hacía mucha gracia ir sola 
hasta allí, nunca me habían gustado los aviones, pero no tenía muchas opciones 
más: ahora estaba sola, únicamente yo, y nadie más. 
Consulté mi reloj y volví a mirar la pantalla. Vale, había llegado con tiempo 
de sobra, aún podía tomarme un café en la terminal y leer un rato, seguro que eso 
me tranquilizaría. Fui hasta los detectores de metales, la verdad es que detestaba 
que me manosearan al pasar por ellos, siempre lo hacían porque siempre llevaba 
algo que hacía sonar la alarma, tal vez, como me habían dicho, tenía un corazón 
de metal: la simple razón del infortunio que suponía para mí ir a cualquier lugar 
con detectores. 
Dejé mi pequeña mochila en la cinta transportadora, me quité el reloj y las 
pulseras, y el colgante que siempre llevaba en el cuello —aunque debería 
habérmelo quitado hacía tiempo— y lo coloqué todo junto con mi móvil y las 
pocas monedas que tenía en el bolsillo. 
—Los zapatos también, señora —me dijo el joven guardia de seguridad en 
un tono cansado. Lo entendí, ese trabajo era el paradigma de algo tedioso y 
monótono, el cerebro probablemente se le quedaba aletargado, siempre haciendo 
lo mismo, siempre diciendo lo mismo. Puse las Converse blancas en la bandeja y 
me alegré en el alma de no haberme puesto calcetines con dibujos ni nada 
parecido, me habría dado muchísima vergüenza. Mientras mis cosas empezaban 
a desplazarse por la cinta, crucé el detector y cómo no… empezó a sonar. 
—Colóquese aquí, por favor, abra los brazos y las piernas —me ordenó, y yo 
suspiré—. ¿Lleva algún objeto metálico, algún objeto puntiagudo o algún…? 
—No llevo nada, siempre pasa y no sé por qué —contesté dejando que el 
guardia me toqueteara de arriba abajo—. Seguro que es algún empaste. 
Al chico le hizo gracia mi respuesta y, de repente, quise que me quitara las 
manos de encima.

Cuando se apartó y me dejó ir, cogí mis cosas y me fui directa al duty-free 
shop. ¿Hola? ¿Toblerones gigantes? Bueno, pues eso. Creo que era lo único 
agradable de ir a un aeropuerto. Me compré dos, los guardé en la maleta de 
mano y fui a buscar mi puerta de embarque. El aeropuerto de LAX era grande, 
pero, por suerte, mi puerta no estaba muy lejos. Caminé por esos suelos medio 
alfombrados con señales y flechas bajo mis pies, pasé por mil carteles que me 
decían «Adiós» en decenas de idiomas distintos y llegué a mi destino. Aún no 
había mucha gente esperando, así que entré sin problemas después de dar mi 
pasaporte y mi billete. Cuando crucé la puerta del avión, me senté, saqué mi 
libro y empecé a comer Toblerone. 
Las cosas habían ido razonablemente bien hasta que la carta que había 
metido entre las páginas cayó sobre mi regazo, evocándome recuerdos que había 
jurado olvidar y enterrar. Sentí un nudo en el estómago mientras las imágenes 
volvían a mi cabeza y mi día tranquilo se iba al traste. 
Nueve meses antes… 
La noticia de que Nicholas se marchaba me había llegado por vías 
inesperadas. 
Nadie me había querido decir nada que tuviese que ver con él, y estaba claro 
que era porque él debía de haber dado instrucciones muy tajantes al respecto. Ni 
siquiera Jenna hablaba de Nick y eso que yo sabía que lo había visto en más de 
una ocasión. Su cara de preocupación era el reflejo de lo que debía de presenciar 
cuando ella y Lion iban a su apartamento. Mi amiga estaba entre la espada y la 
pared, y eso era otra de las muchas cosas que tenía que añadir a mi lista de 
culpabilidades. 
No había vuelto a ver a Nicholas, pero sus acciones con respecto a mí no se 
hicieron esperar. Algunas cajas con cosas mías llegaron apenas dos semanas 
después de haber roto y cuando vi a N en una caja para animales tuve un ataque 
de ansiedad que me dejó frita sobre la cama después de que se me agotaran las 
lágrimas. Nuestro pobre gatito, ahora mío… Se lo tuve que dejar a mi madre en 
mi antigua casa porque mi compañera de piso era terriblemente alérgica. Fue 
duro desprenderme de él, pero no tuve otra opción. 
Esa época de mi vida en la que solo lloraba y lloraba la he catalogado como 
«mi época oscura» porque había sido exactamente así: estaba dentro de un túnel 
negro sin luz, inmersa en una oscuridad total de la que no podía emerger a pesar 
de la luz de un nuevo día o de la luz artificial de una lamparita junto a mi cama; 
había sufrido ataques de pánico casi a diario hasta que finalmente una médica 
me mandó derechita al psiquiatra.

Al principio no había querido ni oír hablar de psicólogos, pero supongo que 
en el fondo me ayudó porque empecé a levantarme por las mañanas y a hacer las 
cosas básicas de un ser humano… hasta esa noche, esa noche en la que entendí 
que si Nick se marchaba, todo se perdería y esta vez para siempre. 
Me enteré por una simple conversación en la cafetería del campus. Dios, 
hasta las universitarias salidas sabían más sobre Nick que yo por aquel entonces. 
Una chica había estado cotilleando sobre mi novio, perdón, exnovio, y me 
informó sin darse cuenta sobre su marcha a Nueva York en apenas unos días. 
Fue entonces cuando algo se apoderó de mi cuerpo, me obligó a montarme 
en el coche y me llevó a su apartamento. Había evitado pensar en ese lugar, en 
todo lo que había pasado, pero no podía dejar que se fuera, no al menos sin verlo 
antes, no al menos sin tener una conversación. La última vez que lo había visto 
había sido la noche en que rompimos. 
Con las manos temblando y las piernas amenazando con hacerme caer sobre 
el asfalto, entré en el bloque de Nick. Me metí en el ascensor, subí hasta su piso 
y me planté ante su puerta. 
¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía hacer para que me perdonara, para que no se 
marchara, para que volviese a quererme? 
Llamé al timbre casi sintiéndome al borde del desmayo. Sentía miedo, 
anhelo y tristeza, y así me encontró cuando abrió la puerta de su piso. 
Al principio nos quedamos callados, simplemente mirándonos. No esperaba 
verme allí; es más, habría puesto la mano en el fuego de que su plan había sido 
marcharse sin mirar atrás, olvidarse de mí y hacer como si yo nunca hubiese 
existido, pero no contaba con que yo no iba a ponérselo tan fácil. 
La tensión fue casi palpable. Estaba increíble, vaqueros oscuros, camiseta 
blanca y el pelo ligeramente revuelto. Calificarlo de increíble era quedarse corto: 
él siempre lo estaba, pero aquella mirada, aquella luz que siempre aparecía en su 
rostro cuando me veía llegar, se había apagado, ya no existía esa magia que nos 
hechizaba cuando estábamos el uno frente al otro. 
Al verlo tan guapo, tan alto, tan mío… fue como si me restregaran lo que 
había perdido, fue como un castigo. 
—¿A qué has venido? —Su voz fue dura y gélida como el hielo y me hizo 
salir de mi estupor. 
—Yo… —contesté con la voz entrecortada. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía 
hacer para que volviese a mirarme como si yo fuese su luz, su esperanza, su 
vida? 
Ni siquiera parecía querer escucharme, pues se dispuso a cerrarme la puerta 
en las narices, pero entonces tomé una decisión: si tenía que luchar, lucharía; no 
pensaba dejarlo marchar, no podía perderlo, puesto que yo sin él no sobreviviría, sería imposible. Me dolía el alma verlo ahí delante de mí y no poder pedirle que 
me abrazara, que calmara ese dolor que me consumía día sí y día también. Me 
adelanté y, escurriéndome, me metí por la rendija, colándome en su piso e 
invadiendo su espacio. 
—¿Qué crees que estás haciendo? —me preguntó siguiéndome cuando fui 
directa hasta el salón. La estancia estaba irreconocible: había cajas cerradas por 
todas partes, mantas blancas cubrían el sofá y la mesita del salón. Recuerdos de 
ambos desayunando juntos, de besos robados en el sofá, de arrumacos viendo 
películas, de él preparándome el desayuno, de mí suspirando de placer entre esos 
cojines mientras él me besaba hasta dejarme sin aliento… 
Todo eso se había esfumado. Ya no quedaba nada. 
Fue entonces cuando las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y sin poder 
contenerme me volví hacia él. 
—No puedes marcharte —sentencié con la voz entrecortada; no podía 
dejarme. 
—Lárgate, Noah, no pienso hacer esto —replicó quedándose quieto a la vez 
que apretaba la mandíbula con fuerza. 
Su tono de voz hizo que me sobresaltara y que mis lágrimas pasasen a otro 
nivel. No… joder, no, no iba a marcharme, no sin él al menos. 
—Nick, por favor, no puedo perderte —le rogué con voz lastimera. Mis 
palabras no eran nada del otro mundo, pero eran sinceras, totalmente sinceras, no 
sobreviviría a una vida sin él. 
Nicholas parecía respirar cada vez más agitadamente, me daba miedo estar 
presionándolo demasiado, pero si me metía en la boca del lobo mejor hacerlo del 
todo. 
—Lárgate. 
Su orden era clara y concisa, pero yo era experta en desobedecerle, siempre 
lo había hecho… no pensaba cambiar ahora. 
—¿Acaso no me echas de menos? —inquirí, y mi voz se quebró en mitad de 
la pregunta. Miré a mi alrededor y luego volví a fijarme en él—. Porque yo 
apenas puedo respirar… apenas consigo levantarme por las mañanas; me acuesto 
pensando en ti, me levanto pensando en ti, lloro por ti… 
Me limpié las lágrimas con impaciencia y Nicholas dio un paso hacia 
delante, pero no con la intención de calmarme, sino todo lo contrario. Sus manos 
me agarraron por los brazos con fuerza. Con demasiada fuerza. 
—¡¿Y qué te crees que hago yo?! —dijo con rabia—. ¡Me has roto, joder! 
Sentir sus manos en mi piel, por muy feo que fuese el gesto, fue suficiente 
para darme fuerzas. Había echado tanto de menos su contacto, que sentí como un 
chute de adrenalina en el mismo centro de mi alma.




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