NICK
Eran las seis de la tarde y todavía seguía en Nueva York. La secretaria que se
encargaba de organizar mi agenda se había equivocado y me había puesto una
reunión con dos gilipollas pomposos que solo me habían hecho perder el tiempo.
Había tenido que estar dos horas contestando a preguntas ridículas y cuando
por fin di por terminada la reunión me encerré en el despacho. Miré el reloj de
pulsera y supe que iba a llegar más tarde de lo que en un principio me había
propuesto. Salir poco después de la hora punta en dirección a los Hamptons era
una locura, pero ya no podía atrasar más mi llegada.
Steve me esperaba fuera cuando finalmente me quedé libre.
—Nicholas —dijo inclinando la cabeza y cogiendo la pequeña maleta que le
tendí.
—¿Cómo está el tráfico, Steve? —le pregunté al mismo tiempo que me
vibraba el móvil.
Lo ignoré unos instantes y me subí al coche, en el asiento del copiloto. En
ese momento necesitaba cerrar los ojos unos minutos y tranquilizar el remolino
de pensamientos que pasaban por mi mente.
—Como siempre —me contestó Steve sentándose frente al volante y
saliendo en dirección al lado este de la ciudad. Nos quedaban más de dos horas
de viaje, eso si no había demasiado tráfico.
Steve se había convertido en mi mano derecha, se encargaba de llevarme a
los sitios a tiempo, de mi seguridad, y de ayudarme en cualquier cosa que
necesitara.
Llevaba trabajando para la familia desde que yo apenas tenía siete años, así
que era de los pocos hombres que me conocían y sabían cuándo debían hablar
conmigo o cuándo debían quedarse en silencio. Él, mejor que nadie, era
consciente de a lo que debía enfrentarme en los próximos días y por eso agradecí
que pusiera música relajante, ni muy lenta ni muy marchosa, con el ritmo ideal
para permitirme empezar a convencerme a mí mismo de que no pensaba perder
los papeles en esa boda; no, iba a tener que controlar, no solo mi genio, sino
cualquier cosa que amenazara con derrumbar la torre de marfil en la que ahora
me encontraba, alta y lejana… lejana con respecto a todos, especialmente a ella.
Una hora y media más tarde paramos a repostar en una gasolinera perdida en medio de la carretera. Después de haberme permitido dormir un rato, empecé a
sentirme cada vez más inquieto e insistí en cambiarme de sitio y ponerme al
volante, lo que a Steve no pareció importarle; además, de repente necesitaba que
me hablara de cualquier cosa.
Conduciendo un poco más deprisa de lo que marcaban las señales nos
pusimos a hablar sobre el partido de los Knicks contra los Lakers y así, sin
apenas darnos cuenta, ya estábamos entrando en los Hamptons.
Distintas emociones me invadieron cuando nos adentramos en aquella parte
del estado de Nueva York que tantos recuerdos me traía. Mi padre y mi madre
habían comprado una casa junto a la playa; bueno, en realidad había sido un
regalo de bodas. Era una casa pequeña, nada que ver con las mansiones que
había por allí y podía recordar aquellas ocasiones en las que habíamos veraneado
los tres juntos.
Habían sido pocas, todo hay que decirlo, pero si mis recuerdos no me
engañaban, creo que la casa había sido de los pocos lugares donde habíamos sido
una familia. Mi padre me había enseñado a hacer surf en las playas de
Mountack, y me esforcé por hacerlo lo mejor que pude para que se sintiera
orgulloso de mí.
Con esos pensamientos en mente y algunos otros amargos más, me dirigí a la
carretera que conducía a casa de los padres de Jenna. Cuando mi madre se largó,
mi padre me traía a los Hamptons una semana cada verano y la pasábamos con
los Tavish. Allí fue cuando nos dimos nuestro primer beso… Dios, qué nervioso
había estado yo y qué tranquila Jenna. Para ella solo había sido un simple
experimento; yo, en cambio, casi salgo corriendo.
Había sido debajo de uno de los grandes árboles que había en el jardín
trasero.
Estábamos jugando al pillapilla y cuando la encontré, me sujetó de la camisa
y me obligó a esconderme con ella detrás de un inmenso tronco.
—Tienes que dármelo ahora, Nick; si no, será demasiado tarde.
Por aquel entonces no entendí a qué demonios se refería, pero años después
descubrí que en ese árbol, justo debajo de esas hojas, el padre de Jenna le había
pedido matrimonio a su madre. Jenna se enteró ese mismo día, y la niña
soñadora y romántica que se empeñaba en esconder decidió salir a pasear. Según
ella, ese beso fue asqueroso… pero para mí fue el comienzo y no he parado
desde entonces.
Con esos pensamientos en mente pisé el acelerador. Estaba tan absorto que
tardé unos segundos de más en poner el pie en el freno al ver una pareja que
parecía estar dando un paseo por el centro de la carretera. Iban vestidos con ropa
de deporte y cuando el coche pasó volando junto a ellos, convirtiéndolos en un borrón junto a mi ventanilla, sentí una presión incómoda en la boca del
estómago. Miré por el espejo retrovisor y esa presión se convirtió en un
escalofrío.