Culpa nuestra

Capítulo 12

NOAH 
No lo oí marcharse, pero sí sentí su ausencia. Ya está, se había acabado, 
ahora solo me quedaba volver a la misma rutina de siempre. 
Me despedí de todos los invitados que aún estaban en la casa, dispuestos a 
pasar un par de días más en ella. La madre de Jenna me dio un abrazo y su padre 
se ofreció a llevarme a la estación, donde cogería el tren que me llevaría a Nueva 
York. Durante el trayecto me preguntó cuáles eran mis planes para el verano y le 
conté que, aparte de los días que iba a pasar en esa ciudad, lo que quedaba de 
verano lo pasaría trabajando. No quería dar muchas explicaciones sobre mi 
trabajo, puesto que estaba hablando con un magnate del petróleo que con toda 
seguridad ni siquiera comprendería por qué demonios trabajaba de camarera si 
era la hijastra de su mejor amigo millonario. No obstante, fue muy discreto y lo 
agradecí. 
—¿Dónde vas a hospedarte estos días, Noah? —me preguntó mientras 
atravesaba aquellas calles tan bonitas. Era temprano, pero ya había gente en 
ellas: algunos paseando a sus perros, otros caminando y portando grandes bolsas 
de marcas exclusivas… casi todos iban con gafas de sol. Me dio pena tener que 
dejar esa zona sin haber podido conocerla lo suficiente, no había tenido tiempo 
con todo el lío de la boda. 
Miré al padre de Jenna y le dije el nombre del motel que había reservado en 
Nueva York. No me importaba que fuera un establecimiento de mala muerte, 
apenas iba a pasar tiempo allí, simplemente lo necesitaba para dormir y 
ducharme. Las demás horas de mi tiempo las pensaba pasar descubriendo 
aquella gran ciudad. 
El padre de Jenna me miró un poco perplejo cuando le dije el nombre del 
motel, ni siquiera le sonaba, cosa que no era extraña teniendo en cuenta que él 
tenía dos propiedades en aquella ciudad sin contar la casa de los Hamptons. 
Pasé un momento de bochorno cuando insistió en alquilarme una habitación 
de hotel en el centro, ni más ni menos que en el Hilton. Le agradecí su 
ofrecimiento, pero no necesitaba la limosna de nadie. Aquellas personas, las 
personas a las que les sobraba el dinero creían que los que no disfrutábamos de 
esos lujos éramos unos infelices, y no era cierto. No me molestaba quedarme en 
un motel… ¡Por Dios, tampoco era para tanto!

—Noah, no es por entrometerme, pero Nueva York no es Los Ángeles, esta 
ciudad puede ser peligrosa y mucho más si vas sola y sin conocerla. 
Estuvo insistiendo hasta que llegamos a la estación de tren. 
—Señor Tavish, no hace falta, sé cuidarme solita, estaré bien, de verdad… 
Además, no estaré sola, voy a encontrarme con una amiga, así que no tiene 
de qué preocuparse. —Vale, aquello era una pequeña mentirijilla, pero 
totalmente inofensiva. El padre de mi amiga no pareció nada convencido; es 
más, parecía molesto y realmente preocupado, ni que fuera mi padre. 
—Bueno, tienes mi número si necesitas cualquier cosa. Yo estaré esta 
semana en los Hamptons, pero tengo muchos amigos en Nueva York, amigos 
que estarían dispuestos a acompañarte si hiciera falta. 
Amigos… ya, claro, ya sabía a qué se refería esa gente cuando hablaban de 
«amigos». Solo había que ver a Steve y su función en la vida de los Leister. No 
necesitaba un guardaespaldas, gracias. 
Me despedí amablemente de él y me apresuré en entrar en la estación, no 
fuera a ser que le diera por llamar a mi madre o algo parecido… ya me esperaba 
cualquier cosa. 
Subí al vagón, le entregué mi billete de tren a una señora bastante amable y 
me acomodé en mi asiento, mirando por la ventana y deseando llegar a aquella 
magnífica ciudad. Intenté olvidar cuando Nick me prometió tiempo atrás que 
sería él quien me llevaría a Nueva York, que iba a ser él quien me iba a enseñar 
esa gran metrópoli. De eso ya había pasado casi una vida o, al menos, así me lo 
parecía. 
Cuando llegamos al destino, lo primero que hice al bajarme del tren fue 
coger un taxi para que me llevara al motel donde había reservado una habitación. 
Mientras circulábamos por la ciudad me quedé anonadada con lo que veía a 
través de la ventanilla. Los impresionantes rascacielos parecían no tener fin y 
había tanta gente en las calles que uno se sentía como una hormiguita, un grano 
de arena… Era espectacular, espectacular, pero a la vez sobrecogedor. 
Cuando el taxista se metió por una callecita un poco oscura, y eso que eran 
las cuatro de la tarde, me entró un poco de apuro. Sin embargo, no respondía a 
ninguna mala intención: en ella estaba el motel que, aunque no era horripilante, 
no tenía nada que ver con la foto que yo había visto en la página web. 
El taxista me bajó la maleta, le di una mísera propina y se marchó por donde 
había venido, dejándome allí, perdida en la Gran Manzana. Respiré hondo y 
entré en el establecimiento, que tenía más pinta de hogar para los sintecho que 
de motel. 
La chica que había tras el mostrador apenas levantó la mirada de su revista 
cuando me coloqué frente a ella arrastrando mi maleta.

—¿Nombre? —dijo masticando un chicle de forma sonora y repugnante. 
Siempre he odiado los chicles. 
—Noah Morgan. Tengo una reserva —le contesté mirando a mi alrededor. 
Decidido: aquello no era un motel, sino un edificio bastante maltrecho donde 
reservaban habitaciones. 
Suspirando, abrió un cajón y sacó una llave de entre un montón. 
—Toma y cuídala porque solo hay una. El desayuno consta de lo que quieras 
sacar de esas máquinas expendedoras; el almuerzo y la cena corren de tu cuenta. 
Asentí intentando que mis primeras horas en Nueva York no consiguiesen 
deprimirme. A ver, solo necesitaba una cama. Además, al pasar por delante de 
las máquinas expendedoras vi que había galletas Oreo… ¿Qué más podía pedir? 
Dejé mi maleta en el minúsculo cuarto que me habían asignado y salí a dar 
una vuelta. Abandoné la claustrofóbica y oscura calle donde estaba el motel y 
empecé a caminar por la ciudad. Descubrí que algunas calles más allá, tal como 
decía la página web, estaba Central Park. 
No sé cómo explicar cómo es ese lugar, llevaba caminando diez simples 
minutos y ya quería irme a vivir allí. Hacía calor, y la gente estaba tumbada en la 
hierba tomando el sol, los niños jugaban con la pelota, otros con sus perros… 
Asimismo, había muchos corredores y otros que practicaban otro tipo de 
ejercicio. El ambiente era increíble, la naturaleza en medio de una ciudad llena 
de contaminación y embotellamientos. 
Me acerqué al lago, había patos surcando sus aguas, a los que muchos les 
daban de comer. Por un segundo levanté la cabeza hacia el cielo azul de julio y 
me dejé llevar por esa sensación de estar sola, de estar sola, pero feliz, en medio 
de un lugar donde nadie me conocía, ni a mí ni a mi historia, donde ni Nicholas 
ni mi madre ni William ni la gente que me había juzgado por nuestra ruptura 
podía mirarme con cara de pena o de enfado. Había sido horrible, la noticia 
había corrido como la pólvora por el campus de la universidad, donde Nick era 
una leyenda. Nos habíamos convertido en la pareja que todo el mundo admiraba, 
miraba de reojo, y que hubiese sido yo la que había metido la pata hasta el 
fondo… bueno, la gente puede llegar a ser muy cruel. 
Me pasé el resto de la tarde allí en el parque, leí, me compré un perrito 
caliente y paseé. Cualquiera podría pensar que estaba loca, que con todos los 
lugares que había por conocer por qué me quedaba allí sin ponerme en plan 
turista. Lo hice porque a veces es bueno tomarse un tiempo para simplemente 
estar, para simplemente ser una más entre muchos, y en aquel instante lo único 
que quería hacer era eso, quería paz… paz y tranquilidad. 
Aunque no duró mucho tiempo.




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