NOAH
No lo oí marcharse, pero sí sentí su ausencia. Ya está, se había acabado,
ahora solo me quedaba volver a la misma rutina de siempre.
Me despedí de todos los invitados que aún estaban en la casa, dispuestos a
pasar un par de días más en ella. La madre de Jenna me dio un abrazo y su padre
se ofreció a llevarme a la estación, donde cogería el tren que me llevaría a Nueva
York. Durante el trayecto me preguntó cuáles eran mis planes para el verano y le
conté que, aparte de los días que iba a pasar en esa ciudad, lo que quedaba de
verano lo pasaría trabajando. No quería dar muchas explicaciones sobre mi
trabajo, puesto que estaba hablando con un magnate del petróleo que con toda
seguridad ni siquiera comprendería por qué demonios trabajaba de camarera si
era la hijastra de su mejor amigo millonario. No obstante, fue muy discreto y lo
agradecí.
—¿Dónde vas a hospedarte estos días, Noah? —me preguntó mientras
atravesaba aquellas calles tan bonitas. Era temprano, pero ya había gente en
ellas: algunos paseando a sus perros, otros caminando y portando grandes bolsas
de marcas exclusivas… casi todos iban con gafas de sol. Me dio pena tener que
dejar esa zona sin haber podido conocerla lo suficiente, no había tenido tiempo
con todo el lío de la boda.
Miré al padre de Jenna y le dije el nombre del motel que había reservado en
Nueva York. No me importaba que fuera un establecimiento de mala muerte,
apenas iba a pasar tiempo allí, simplemente lo necesitaba para dormir y
ducharme. Las demás horas de mi tiempo las pensaba pasar descubriendo
aquella gran ciudad.
El padre de Jenna me miró un poco perplejo cuando le dije el nombre del
motel, ni siquiera le sonaba, cosa que no era extraña teniendo en cuenta que él
tenía dos propiedades en aquella ciudad sin contar la casa de los Hamptons.
Pasé un momento de bochorno cuando insistió en alquilarme una habitación
de hotel en el centro, ni más ni menos que en el Hilton. Le agradecí su
ofrecimiento, pero no necesitaba la limosna de nadie. Aquellas personas, las
personas a las que les sobraba el dinero creían que los que no disfrutábamos de
esos lujos éramos unos infelices, y no era cierto. No me molestaba quedarme en
un motel… ¡Por Dios, tampoco era para tanto!
—Noah, no es por entrometerme, pero Nueva York no es Los Ángeles, esta
ciudad puede ser peligrosa y mucho más si vas sola y sin conocerla.
Estuvo insistiendo hasta que llegamos a la estación de tren.
—Señor Tavish, no hace falta, sé cuidarme solita, estaré bien, de verdad…
Además, no estaré sola, voy a encontrarme con una amiga, así que no tiene
de qué preocuparse. —Vale, aquello era una pequeña mentirijilla, pero
totalmente inofensiva. El padre de mi amiga no pareció nada convencido; es
más, parecía molesto y realmente preocupado, ni que fuera mi padre.
—Bueno, tienes mi número si necesitas cualquier cosa. Yo estaré esta
semana en los Hamptons, pero tengo muchos amigos en Nueva York, amigos
que estarían dispuestos a acompañarte si hiciera falta.
Amigos… ya, claro, ya sabía a qué se refería esa gente cuando hablaban de
«amigos». Solo había que ver a Steve y su función en la vida de los Leister. No
necesitaba un guardaespaldas, gracias.
Me despedí amablemente de él y me apresuré en entrar en la estación, no
fuera a ser que le diera por llamar a mi madre o algo parecido… ya me esperaba
cualquier cosa.
Subí al vagón, le entregué mi billete de tren a una señora bastante amable y
me acomodé en mi asiento, mirando por la ventana y deseando llegar a aquella
magnífica ciudad. Intenté olvidar cuando Nick me prometió tiempo atrás que
sería él quien me llevaría a Nueva York, que iba a ser él quien me iba a enseñar
esa gran metrópoli. De eso ya había pasado casi una vida o, al menos, así me lo
parecía.
Cuando llegamos al destino, lo primero que hice al bajarme del tren fue
coger un taxi para que me llevara al motel donde había reservado una habitación.
Mientras circulábamos por la ciudad me quedé anonadada con lo que veía a
través de la ventanilla. Los impresionantes rascacielos parecían no tener fin y
había tanta gente en las calles que uno se sentía como una hormiguita, un grano
de arena… Era espectacular, espectacular, pero a la vez sobrecogedor.
Cuando el taxista se metió por una callecita un poco oscura, y eso que eran
las cuatro de la tarde, me entró un poco de apuro. Sin embargo, no respondía a
ninguna mala intención: en ella estaba el motel que, aunque no era horripilante,
no tenía nada que ver con la foto que yo había visto en la página web.
El taxista me bajó la maleta, le di una mísera propina y se marchó por donde
había venido, dejándome allí, perdida en la Gran Manzana. Respiré hondo y
entré en el establecimiento, que tenía más pinta de hogar para los sintecho que
de motel.
La chica que había tras el mostrador apenas levantó la mirada de su revista
cuando me coloqué frente a ella arrastrando mi maleta.
—¿Nombre? —dijo masticando un chicle de forma sonora y repugnante.
Siempre he odiado los chicles.
—Noah Morgan. Tengo una reserva —le contesté mirando a mi alrededor.
Decidido: aquello no era un motel, sino un edificio bastante maltrecho donde
reservaban habitaciones.
Suspirando, abrió un cajón y sacó una llave de entre un montón.
—Toma y cuídala porque solo hay una. El desayuno consta de lo que quieras
sacar de esas máquinas expendedoras; el almuerzo y la cena corren de tu cuenta.
Asentí intentando que mis primeras horas en Nueva York no consiguiesen
deprimirme. A ver, solo necesitaba una cama. Además, al pasar por delante de
las máquinas expendedoras vi que había galletas Oreo… ¿Qué más podía pedir?
Dejé mi maleta en el minúsculo cuarto que me habían asignado y salí a dar
una vuelta. Abandoné la claustrofóbica y oscura calle donde estaba el motel y
empecé a caminar por la ciudad. Descubrí que algunas calles más allá, tal como
decía la página web, estaba Central Park.
No sé cómo explicar cómo es ese lugar, llevaba caminando diez simples
minutos y ya quería irme a vivir allí. Hacía calor, y la gente estaba tumbada en la
hierba tomando el sol, los niños jugaban con la pelota, otros con sus perros…
Asimismo, había muchos corredores y otros que practicaban otro tipo de
ejercicio. El ambiente era increíble, la naturaleza en medio de una ciudad llena
de contaminación y embotellamientos.
Me acerqué al lago, había patos surcando sus aguas, a los que muchos les
daban de comer. Por un segundo levanté la cabeza hacia el cielo azul de julio y
me dejé llevar por esa sensación de estar sola, de estar sola, pero feliz, en medio
de un lugar donde nadie me conocía, ni a mí ni a mi historia, donde ni Nicholas
ni mi madre ni William ni la gente que me había juzgado por nuestra ruptura
podía mirarme con cara de pena o de enfado. Había sido horrible, la noticia
había corrido como la pólvora por el campus de la universidad, donde Nick era
una leyenda. Nos habíamos convertido en la pareja que todo el mundo admiraba,
miraba de reojo, y que hubiese sido yo la que había metido la pata hasta el
fondo… bueno, la gente puede llegar a ser muy cruel.
Me pasé el resto de la tarde allí en el parque, leí, me compré un perrito
caliente y paseé. Cualquiera podría pensar que estaba loca, que con todos los
lugares que había por conocer por qué me quedaba allí sin ponerme en plan
turista. Lo hice porque a veces es bueno tomarse un tiempo para simplemente
estar, para simplemente ser una más entre muchos, y en aquel instante lo único
que quería hacer era eso, quería paz… paz y tranquilidad.
Aunque no duró mucho tiempo.