NICK
Me subí al coche y salí del aparcamiento de la oficina pisando a fondo el
acelerador. Debería haber cancelado la cena, debería haberme ido, debería
haberle dicho todas esas cosas que me moría por decirle, todas esas cosas que
aún guardaba dentro y que estaba seguro algún día pugnarían por salir.
Me apreté el puente de la nariz, intentando tranquilizarme. No podía
presentarme así en la cena, no sería correcto… ni justo.
Tenía que quitarme a Noah de la cabeza. Estaba seguro de que no rechazaría
lo del hotel, no era tonta, sabía que sería una locura quedarse en ese barrio de
mala muerte, y si no me hacía caso, no sería mi problema. Una vocecita interna
me gritó «¡Mentiroso!» bien alto y claro, pero la ignoré al mismo tiempo que
atravesaba la ciudad y llegaba hasta uno de los restaurantes más de moda del
momento, esperando que fuese una noche tranquila.
Cuando le tendí las llaves del coche al portero para que lo estacionara, vi a la
chica morena que había en la puerta. El vestido que llevaba era elegante y caro,
las sandalias de tacón que calzaba la hacían parecer mucho más alta de lo que en
realidad era y su pelo oscuro brillaba al caer en cascada por su espalda.
Su mirada se iluminó al verme, aunque intentó disimular lo mejor que pudo.
Sentí un pinchazo de culpabilidad en el pecho, pero yo ya le había dejado
muy claras las cosas y ella parecía haberlas entendido.
—Hola —dije forzando una sonrisa cálida.
Sus dientes blancos relucieron cuando le rodeé la cintura con el brazo y me
incliné para darle un rápido beso en la mejilla. Olía a frambuesa con una mezcla
de limón… siempre olía a algún tipo de fruta y eso me gustaba.
—Creí que no vendrías —me confesó mientras la empujaba ligeramente por
la espalda hasta entrar al restaurante. Las cosas estaban difíciles ahora y lo
último que quería era un fotógrafo haciéndonos fotos.
—Me ha surgido un pequeño imprevisto, lo siento —le comenté para
después decirle mi nombre al camarero, quien se apresuró a conducirnos a la
mesa que había reservado casi con un mes de antelación.
El lugar era agradable, cálido, a lo que contribuía una tenue iluminación.
Había música en directo, ejecutada por un pianista. Por algún extraño motivo
esa luz y esa agradable música me relajaron… Respiré hondo y disfruté al verme sentado delante de aquella mujer, la mujer que me había apoyado desde que
rompí con Noah, la que había estado a mi lado y la que se había convertido en
una buena amiga.
—Estás guapa —le dije sabiendo que eso conseguiría sacarle una sonrisa. La
razón por la que con ella las cosas eran distintas estaba clara, al menos para mí.
Sophia sonrió con timidez y cogió la carta con soltura. El camarero se nos
acercó y cada uno pidió un tipo de vino diferente. Ella era más de vino blanco;
yo, en cambio, de tinto o más concretamente de un buen burdeos del 82. Por un
instante me acordé de Noah, de cómo no tenía ni pajolera idea de vinos ni de
comida ni de muchas cosas en realidad. Su simplicidad me había cautivado, me
había hecho creer que podía enseñarle de todo, que podía regalarle el mundo…
Carraspeé, obligándome a volver a la realidad.
¿Estaría ya en el hotel? ¿Estaría duchándose? ¿Estaría llorando?
¿Durmiendo?
¿Comiendo? ¿Echándome de menos?
«¡Para!», me ordené a mí mismo y centré mis ojos en mi bella acompañante.
Las cosas con Sophia habían surgido sin siquiera planteármelo. Al principio,
después de lo de Noah, me había convertido en una persona que apenas era
capaz de mantener una conversación coherente con alguien, todo me molestaba,
estaba irascible, cabreado con el mundo, herido y sin querer relacionarme con
nada ni nadie.
Me había encerrado en el apartamento, me había hundido en la
autocompasión… El teléfono sonaba y yo lo ignoraba; los correos se
acumulaban en la bandeja de entrada y ni los leía… Me convertí en alguien
totalmente autodestructivo. Bebía hasta quedarme casi inconsciente sobre la
cama, rompí muebles, golpeé cosas… Hasta me lastimé la mano dos veces. Me
metí en una pelea en un bar, aunque por fortuna no llegó la sangre al río. Mi
mente divagaba, imaginaba cosas, se sumía en un bucle de odio, tristeza y
decepción. Nadie, ni siquiera Lion consiguió hacerme entrar en razón,
ayudarme; mi padre vino a verme, me gritó, después intentó hablar conmigo más
civilizadamente, volvió a gritarme y luego desapareció. No quería escuchar a
nadie, no me interesaba… En esos momentos sentía un dolor en el pecho
insoportable, me sentía traicionado.
Hasta que un día Sophia se presentó en mi apartamento.
Siempre había sido una chica sensata, con las ideas claras. Me gritó de todo,
para qué voy a mentir, y no porque yo le importase o estuviese preocupada por
mí, más bien porque dependía de mi trabajo y yo apenas pasaba por el bufete.
Me gritó que si estaba tan mal que me marchara a Nueva York, me echó en
cara tantas cosas, estaba tan enfadada por mi actitud —según ella, inmadura e irracional— que solo se me ocurrió una forma de callarla.
La cogí por la cintura y la empotré contra la pared. Nos quedamos
mirándonos, yo destrozado, ella confusa, y simplemente hice lo que me apeteció
en aquel momento, lo que mi cuerpo necesitaba y lo que mi mente enfermiza
quiso hacer para vengarse de Noah.
Follamos durante toda la noche, sin parar, sin descanso, sin tregua y lo mejor
de todo es que cuando terminamos, Sophia se levantó, se vistió y se marchó sin
decir nada.
Al día siguiente fui a trabajar. Ella me habló como si nada hubiese pasado,
como si siguiésemos siendo los mismos compañeros de trabajo que simplemente
se soportan y que comparten despacho. Yo actué igual que ella, como si no
hubiese pasado nada, hasta que un día se levantó, cerró la puerta del despacho,
se me acercó y sentándose en mi regazo me convenció para que repitiéramos.
Que quede clara una cosa: ambos sabíamos que eso no llegaría a nada.
Sophia era consciente de que yo estaba destrozado por lo de Noah y ella
simplemente necesitaba a alguien que le calentase la cama de vez en cuando.
Cuando hablamos del tema, ni se inmutó y aceptó mis condiciones: que solo era
sexo y que podíamos hacer lo que nos diera la gana.
Me veía con otras, claro, y Sophia era libre de tener encuentros con otros
hombres si quería, aunque nunca hablábamos de eso. Ella sabía las cosas que
hacía y parecía aceptarlo y a mí me traía sin cuidado con quién salía, se acostaba
o quedaba para tomar un café. Eso sí… a ella la trataba con el respeto que se
merecía. Era mi amiga, la única que me ayudó, me obligó a levantarme de la
cama y consiguió que me centrara en el trabajo.
Y poco después de aceptar mi puesto en Nueva York, mi abuelo murió, y lo
demás es historia.
Ahora estábamos cenando en un bonito restaurante, ella me había dicho que
necesitaba hablar conmigo y yo solo podía pensar en que Noah estaba en la
ciudad, en que me moría de ganas de ir a su encuentro y de hacerle el amor como
solo yo sabía para recordarle a quién había engañado y lo que se estaba
perdiendo.
Me pasé la mano por la frente y me centré en Sophia.
—Tengo que pedirte un favor —me dijo después de que estuviésemos
hablando de algunos temas banales y, sobre todo, de cosas relacionadas con el
trabajo. Sophia nunca parecía descansar, su ambición no tenía límites y además
ahora su padre se presentaba a las elecciones de gobernador de California. Era la
chica que todos se rifaban y que todos parecían conocer. Eso a mí me traía sin
cuidado, pero cuando empezó a hablar tuve que obligarme a prestarle atención
—: Necesito que formalicemos lo nuestro.