NICK
Eran las dos de la madrugada y yo seguía preguntándome qué diantres estaba
haciendo allí, rodeado de gente superficial e idiota que no solo me caían como el
culo sino que, además, no dejaban de hacerme la pelota como si de esa forma
fuesen a convertirse en mis amigos del alma.
Estábamos en un club en el centro de la ciudad, uno de esos lugares a los que
acudiría mi padre para reunirse con sus amigos, al que yo había acudido porque
allí era donde muchos contratos llegaban a buen puerto. Lo del golf podía
entenderlo, por ejemplo; además, mi padre me había llevado en contadas
ocasiones, desde que era muy pequeño, y era un deporte que disfrutaba, no tanto
como el surf, pero al menos me entretenía. Sin embargo, lo de las reuniones en
sitios como ese era algo que me ponía de muy mal humor. Y no solo tenía que
estar rodeado de hombres trajeados, sentados en sofás de cuero, fumando puros y
creyéndose los dioses del universo, sino que encima tenía que aguantar cómo
intentaban modificar cláusulas de un contrato en el que llevábamos
prácticamente seis meses trabajando.
Me habían hecho ir de improviso, tomándome desprevenido, razón por la
que todos estaban impecablemente vestidos y yo llevaba unos vaqueros, una
camisa informal y una corbata que Steve me había ido a buscar al apartamento
porque, si no, no me dejaban entrar en el establecimiento, los muy capullos.
Mientras sacaba otro cigarrillo del paquete, el sexto que llevaba aquella
noche, observé cómo Steve se alejaba de los allí reunidos y atendía una llamada
telefónica. Por un instante creí que me llamaba a mí para así darme una coartada
y poder largarme de allí cuanto antes; no obstante, cuando cortó, tras fruncir el
ceño y asentir, y se acercó hasta donde yo estaba, le presté toda mi atención.
—Necesito ausentarme durante un rato —anunció mirándome muy serio.
«¿Ausentarse?»
—¿Qué ha pasado? —dije levantándome, y apartándome a una esquina de la
sala para hablar abiertamente con Steve, no sin antes disculparme con los
presentes—. Si esto es una trola para sacarme de aquí, te subo el sueldo, Steve.
Mi guardaespaldas personal sonrió, pero negó con la cabeza.
—Me acaba de llamar Noah.
Mi cuerpo se puso automáticamente en tensión al oír su nombre.
—Al parecer ha pinchado y no tiene nada para cambiar la rueda del coche, se
encuentra en una carretera secundaria en medio de la nada —me informó,
negando con la cabeza y chasqueando los dientes—. Me ha pedido que vaya a
ayudarla.
«Espera, ¿qué?»
—Iré yo —decidí sorprendiéndome a mí mismo al darme cuenta de que
realmente quería ir—. Pásame la dirección.
—Nicholas, me ha preguntado si estaba contigo y me ha pedido
expresamente que no te dijera nada.
Sonreí divertido.
—Es obvio que no le has hecho caso. Iré yo, Steve, y no te lo estoy
consultando.
Él suspiró frustrado.
—Muy bien, yo tomaré un taxi para regresar a casa. Te mando la dirección a
tu teléfono; en el maletero está todo lo que necesitas —me explicó
pacientemente.
Le di un golpe amistoso en el hombro y me acerqué hasta los hombres
trajeados.
—Señores, lamento decirles que tengo que ausentarme: ha ocurrido algo que
requiere mi presencia inmediatamente —dije regocijándome en sus caras
indignadas—. Podemos seguir con la reunión en mis oficinas y en un horario
más razonable… Buenas noches.
Salí sin siquiera darles la opción a contestar: Noah siempre era mi mejor
excusa.
Mientras seguía las instrucciones del GPS, empecé a preocuparme al ver que
el coche se encontraba en una zona casi desierta, en una de esas malditas
carreteras secundarias que muchos cogían para evitar el tráfico. Siempre le había
dicho a Noah que no se metiera por esos lugares, que eran peligrosos, que las
calzadas estaban en mal estado, pero ella siempre tenía que hacer lo que le daba
la gana.
Divisé su coche un poco después de la salida, era un peligro, cualquiera que
fuera un poco distraído podía llevársela por delante. No tenía puestos ni los
triángulos de emergencia ni nada. Le hice luces para anunciarle que acababa de
llegar. Aparqué delante de ella y me bajé del coche. Ella hizo lo propio, y ambos
nos quedamos mirándonos; yo, deseando meterla en mi coche y sacarla de la
carretera y ella como si el que se acabase de bajar del vehículo fuese el
mismísimo Satán.
Me acerqué a ella mientras aprovechaba para hacerle un rápido repaso. Las luces delanteras hacían que estuviese a contraluz, lo que marcaba cada una de
sus curvas y consiguiera que su pelo brillara de forma increíble. Parecía un ángel
rodeado de oscuridad.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó cruzándose de brazos. Intentó hacerlo
pasar por un gesto de enfado, pero podía ver que estaba congelada. La minifalda
que llevaba no dejaba mucho a la imaginación y, casi sin querer, mi mente
empezó a desnudarla lentamente… Me habría jugado el cuello a que llevaba
unos finos ligueros de encaje ajustados a sus preciosos muslos.
Me detuve justo delante de ella, invadiendo su espacio sin poder evitarlo:
con Noah me resultaba muy difícil respetar, como siempre hacía, la distancia
obligada entre dos personas: con ella las cosas eran distintas.
—¿Así recibes a la persona que ha venido a socorrerte? —le dije deseando
abrazarla para que dejase de tiritar.
—Llamé a Steve, no a ti —replicó desviando la mirada. Mi forma de clavar
mis ojos en los suyos le había producido incomodidad.
—Da la casualidad de que Steve trabaja para mí.
—Steve me dijo que, ante cualquier problema que tuviese, siempre podía
llamarlo.
—¿Y quién te crees que le dijo que te dijera eso?
No pude evitar sonreír levemente ante su cara de estupefacción.
—¿No tenías nada mejor que hacer? Ya sabes, ahora eres una persona muy
ocupada… ¿Y Sophia? —me preguntó como quien no quiere la cosa.
La mención de Sophia no era algo que me pusiese de buen humor; aún tenía
grabada en la retina la expresión de Noah después de encontrarla en las oficinas
de LRB. Por mucho que hubiese guardado las apariencias, la conocía lo
suficiente para saber que le había afectado tanto como me afectaba a mí pensar
que ella podía estar con cualquier otro.
—Está con sus padres en San Francisco… Ahora ven —dije cogiéndole la
mano y tirando de ella hasta mi maletero. Allí tenía guardado lo necesario para
poder cambiar una rueda. Rebusqué entre las cosas hasta dar con el chaleco—.
Ponte esto, haz el favor.
Noah se soltó de mi mano y cogió el chaleco amarillo que le tendía. Se lo
puso sin rechistar mientras yo hacía lo mismo con otro que tenía allí guardado.
—No tengo que explicarte lo irresponsable que eres al no tener nada de esto
en tu propio coche —comenté sacando la rueda de recambio del maletero—.
Coge el gato y sígueme.
Noah hizo lo que le pedía. Muchas chicas no sabían ni lo que era un gato,
pero estaba seguro de que si le daba la rueda a Noah la colocaría incluso más
rápido que yo. Sus palabras siguientes me lo confirmaron: