Culpable, su majestad.

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 9

Ver de nuevo lo que odiabas puede revelar verdades que ni siquiera sabías que estabas buscando.

— Adelante.

Dijo Freya aquella tarde al escuchar unos toques en la puerta. 

— Disculpe, alteza, ¿puedo pasar? —El duque asomó la cabeza por la puerta.

— Freya, Ernest, Freya. Llamándome alteza pones en peligro todo lo que hemos logrado, ¿cuántas veces tengo que repetirlo? 

— Lo lamento, alteza … Freya —el duque aclaró su garganta—. Venía a ver si todo estaba en orden.

— Todo bien, ¿pasa algo? Te noto inquieto.

El duque negó con la cabeza.

— No, no, cosas mías. ¿Necesita algo? ¿Necesita que llame a alguien para que le ayude a alistarse mañana? 

— No es necesario.

— De acuerdo, yo … Estaré en mi estudio.

Freya asintió viéndolo y tratando de analizar qué sucedía con el duque. Lo vio titubear, jugar con sus manos, posiblemente nervioso; su pecho subía y bajaba rápida y notoriamente, además de su repentina visita, los ojos del duque reflejaban algún tipo de desconcierto. Algo le decía que había algo más detrás de su visita, pero no podía estar segura de qué era. Lo dejó pasar, pensando que tal vez eran los nervios por el baile de la noche siguiente. La mujer vio cómo la puerta de la habitación se cerraba y, seguidamente, se quedó en un eterno silencio. 

Se miró al espejo del tocador frente a ella, sus rizos rojos caían por sus hombros y su piel blanca relucía con la luz que le brindaban las velas; definitivamente se parecía a su madre, el color de su cabello, el color de su piel, el rostro, los labios … Ella era el vivo retrato de su madre, a excepción del vívido color azul de sus ojos. Esos ojos, esos ojos eran lo que ella más odiaba de su cuerpo, aunque no era lo único que le causaba algún tipo de repulsión, no podía dejar de aborrecer aquella característica que compartía con Herald Hyde. Los ojos azules que había heredado de su padre siempre habían sido una fuente de conflicto para ella. Los consideraba una maldición, una constante reminiscencia de sus raíces y de todo lo que había perdido por culpa del rey.

Su hermana, en cambio, no se había parecido solo a su madre, sino que ella era el balance perfecto de ambas personas. De niña, como recordaba, Aldara se quejaba mucho de ella misma al ver que era diferente a su pequeña familia; Eva y Freya con los cabellos rojos, Remy con piel morena y ella con la piel blanca y los cabellos negros, tan negros como la noche sin luna. No obstante, mientras ellas más crecían, dejaron de preocuparse por sus rasgos físicos y comenzaron a tratarse como hermanas, hasta que Herald Hyde se la llevó de los brazos de su madre.

Definitivamente Freya no podía olvidar aquella noche en la que interrumpieron en la pequeña casita que Remy había construido, cuando Eva les pidió que se escondieran, cuando jalaron a su madre, cuando encontraron a su hermana, cuando Eva lloraba y suplicaba por su hija, cuando Remy, en su defensa, fue acuchillado y dejado agonizando, cuando Aldara lloraba siendo alejada por los guardias, cuando Herald Hyde llegó en su caballo y miró desde lo alto a la mujer destruida, cuando escupió, cuando ella iba a por su hermana pero Eva, con el alma destrozada le hizo una seña para que no saliera del escondite, cuando agarraron a su madre y se la llevaron para otra dirección y, con pesar y mucho odio, Freya recordaba cuando le habían arrebatado a su familia. Y en ese instante, en ese momento, la vida de Freya tomó un rumbo muy diferente a lo que una niña de diez años podía soñar.

— Suficiente, Freya. Concéntrate. Mañana todo saldrá perfecto, tiene que serlo.

Con un suspiro, se alejó del tocador y se dirigió hacia la puerta. La noche estaba por comenzar y ella debía levantarse temprano para alistar las armas que llevaría bajo el vestido. 

Ese día, en particular, había sido tranquilo; Freya había escrito alguna que otra carta para enviar a Nepconte; sin embargo Freya se encontraba inquieta esa tarde en Trineón. A pesar de la aparente calma del día, su espíritu guerrero anhelaba la emoción de la batalla y el movimiento liberador de blandir su espada, como podía simular en Iterbio. En Trineón, sin embargo, la situación era muy diferente. Las casas estaban más cercanas unas a otras, lo que limitaba su libertad de movimiento y entrenamiento. Los muros de la casa del duque, aunque imponentes, no eran lo suficientemente altos como para satisfacer sus deseos de escalar y desafiar la gravedad. Era un entorno que la mantenía contenida y que le recordaba lo lejos que estaba de Nepconte.

Resopló aburrida y salió de su habitación y caminó por los pasillos de la casa hasta llegar a la cocina. El aroma de comida recién cocinada llenó el aire mientras se acercaba a la fuente de su deleite momentáneo: un pedazo de pan recién horneado. Se recostó sobre la puerta, con sus brazos cruzados sobre su pecho aprovechando que el hombre de la cocina no se había percatado de su presencia. 

— Coronel, cochero, comerciante, guardia y ahora, ¿panadero? 

El hombre, sorprendido al escuchar la voz de Freya, se giró rápidamente.

— Qué me dices de ti, agente, sargento, hija de comerciantes, “heroína”, guardia y ahora criada.




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