Tan pronto escuché el agudo tintineo de la campana, me enderecé en el mostrador y me preparé para recibir al primer paciente de la clínica, sin embargo mi entusiasmo se apagó tan pronto reconocí a su dueño.
—¿Qué haces aquí? —interrogué.
El dios ni siquiera se inmutó y me señaló la jaula que traía en su mano. En su interior, un diminuto canino negro gruñía.
—Está enfermo —explicó.
Miré en todas las direcciones posibles, asegurándome que ninguno de mis colegas se encontraba presente.
—¿Y por qué lo trajiste? —pregunté en voz baja.
—Ya se ha comido a tres veterinarios —dijo haciendo un gesto de agotamiento, hasta que lo reconsideró—, no es que me moleste. —Se encogió de hombros y dejó el armazón sobre el mostrador—. Creo que tú le agradas más.
—Espera. Primero me amenazas de muerte y ahora quieres que sane a tu perro. Algo no me calza.
—Yo nunca te amenacé de muerte —rebatió el señor del Inframundo—. Artemisa sí, y las Erinas, quizás, Perséfone, tal vez. Yo solo dije que si volvías a poner un pie en mi casa no te dejaría salir, no es lo mismo. Además, solo estoy intentando hacerle un favor al mundo, la policía ya abrió una investigación, piensan que es un asesino en serie o un demente que se cree lobo y busca veterinarios para vengarse.
Lo miré feo.
—Creo que has visto mucho Criminal Minds.
Iba a decir algo más, pero en ese momento, una cliente de verdad ingresó en la clínica.
La anciana de grises cabellos y arrugas por todo el rostro se acercó, despotricando contra el mundo y cargando una jaula demasiado pesada para sus esqueléticas manos.
—Mira nada más los líos en que te metes por goloso —refunfuñó la anciana, dejando a su mascota junto a Hambre.
La interacción entre ambos animales me sorprendió. Mientras el canino gruñía en su sitio, el gato ni siquiera se inmutó, dando vueltas en su caja como si rodase en un campo de flores. Incluso, habría jurado que sonreía.
—¿Qué le pasó? —pregunté a la señora.
—Se comió mis plantas y le cayeron mal.
Abrí la jaula y rápidamente el olor a orina impregnó la atmósfera. Distinguí gotas de sangre en las comisuras de su hocico, pero si le dolía, el animal no daba la más mínima señal. Tan solo se limitaba a revolcarse en su sitio.
Definitivamente, algo no marchaba bien.
—¿Qué dice que comió? —Volví a interrogar, escudriñando al desorientado animal.
La anciana observó a Hades, dubitativa, antes de acercarse por encima del mesón y susurrarme al oído.
—Se devoró tres plantas de canabis. —Luego, agregó en tono más casual—. Son los dolores de la edad.
Me obligué a guardar la compostura y recordarme que en el ámbito laboral solían verse situaciones que los libros no explican de modo expreso.
—Voy a preparar el ingreso —anuncié.
—¡Hey! Yo estaba primero —reclamó el dios.
Por más que me doliera, tenía que darle la razón en eso.
—Bien, ¿a nombre de quién hago la orden? —pregunté.
—Hades, señor del Inframundo —contestó orgullo.
Lo miré exasperada.
—No puedo poner eso.
—Lindo nombre —señaló la anciana—. Me pido a Afrodita.
—Los dioses no son cartas intercambiables —reclamé, parafraseando a Apolo, muy a mi pesar—. Solo díganme sus nombres para hacer el registro, no es tan difícil.
—Mortales, lo complican todo siempre. En todos estos milenios jamás he hecho un listado de almas y nunca lo he necesitado —reclamó Hades.
—Aquí lo llamamos burocracia.
—Este muchacho me agrada —comentó la mujer mayor.
En ese momento, como para aumentar la presión que de por sí ya ejercían el señor del Inframundo y una abuelita con severos problemas de cordura, Adela Heber, mi supervisora, entró en la recepción.
—¿Cómo va todo, Lizzie? —preguntó.
—Estoy preparando los papeles de la señora... —Guardé silencio, esperando a que la clienta por fin tuviera la amabilidad de darme su nombre.
—Afrodita —contestó.
—Hades —agregó el otro.
La encargada arrugó la nariz confundida, pero su sentido común le ordenó no replicar.
—De acuerdo, vamos a examinarlos. Le pediré a Adam que te ayude con el papeleo —anunció.
Apenas terminó la instrucción, llamó al otro asistente para que viniera a completar los archivos mientras yo ayudaba a trasladar a los nuevos pacientes. Sobretodo porque Hambre se resistió a ser tocado por otra persona que no fuese yo. Aunque era un poco fastidioso, en cierto modo agradecía el voto de confianza. Su amistad era lo único bueno que me había traído el Inframundo.