Me había convertido en una mala persona. Lo sé, lo sentía. Había hablado cuando se supone, debía de haberme quedado callada. Pero, ¿Qué se supone que debía de haber hecho? ¿dejar que se burlaran de Ness de esa manera?
«No te engañes, solo dices eso para calmar tu culpa»
Me regañó el subconsciente. Sabía que había hecho algo malo. Le había fallado a mi mejor amigo y no tenía justificación. Lo hice, no por él, porque yo sabía que lo único que de verdad deseaba era, verlo alejado de Carime. Mis actos no fueron por el bien de alguien más, si no por el mío propio, y eso me volvía una maldita mezquina. Escuchar la forma en que se despidió, me dio miedo. Recordé la última promesa que me había hecho y la piel se me erizó.
Fue aquella tarde en la que descubrí su adicción. Entré en su casa, como si fuera la mía. Se veía vacía, y eso me dio curiosidad. Caminé por la sala y pasé hasta la cocina comprobando que no se encontraba nadie. De pronto escuché un ruido en el segundo piso y sonreí, sabía que el cuarto de Ness estaba ahí, y me moría de ganas de verlo. Subí tratando de hacer el menor ruido posible, para poder sorprenderlo. La puerta de su cuarto estaba entre abierta, así que entré de golpe y me quedé pasmada en la entrada.
Verlo de esa manera me destrozó de tantas formas que lo único que fui capaz de hacer, fue permitir que las lágrimas abandonaran mis ojos y se perdieran entre mis mejillas y mis labios.
Había una especie de polvo blanco sobre una pequeña mesa que estaba al lado de su cama. Ness tenía los ojos rojos y las pupilas completamente dilatadas. Volteó para verme con una expresión, que nunca en mi vida llegaré a olvidar. En aquellos años, no conocía mucho sobre drogas o cosas por el estilo. Sin embargo, tampoco era ninguna tonta y tenía una idea. En aquel tiempo, la magia del internet no era tan eficaz como ahora, pero, tampoco éramos unos tontos y sabíamos lo que queríamos saber, buscando otra clase de medios.
Ness se pusó de pie y en ese instante, no sé que fue lo que me impulsó a tomar un sobre que aun contenía un poco de polvo blanco. Lo tomé lo más rápido que pude, empujando a Ness y provocando que este cayera sobre un pequeño sofá que estaba ahí.
─¿A dónde crees que vas? ─lo escuché que dijo a mis espaldas, pero no me detuve. Las lágrimas salían de mis ojos como pequeñas gotas de lluvia y dificultaban mi visibilidad, pero conocía esa casa tan bien que llegué sin problemas a mi destino. Abrí la puerta, de la que una vez fue la habitación de mis difuntos tíos, los padres de Ness. Era la única habitación del segundo piso que contaba con baño. Abrí la puerta de este y tiré por el escusado el polvo blanco, justo en ese instante, sentí que alguien me tomaba con fuerza del brazo obligándome a dar la vuelta. Era Ness. Me veía furioso y sus ojos se veían terroríficos. Sin embargo, no sentí miedo. Era algo peor, ni siquiera yo misma sabría explicar cómo me sentía en ese preciso momento.
─¿Qué has hecho? ─me dijo, mientras me arrojaba con fuerza al suelo. Se acercó de nuevo a mi dispuesto a golpearme, en eso volteé hacia él, con el rostro completamente empapado y lo vi directamente a la cara.
─¡Adelante! ─le grité─ ¡atrévete a golpearme! ─él me vio confundido y tal vez, un poco sorprendido. Bajó su mano y adoptó una postura mucho más relajada. Sus pupilas poco a poco volvían a la normalidad. Me acerqué a él y traté de abrazarlo, pero él se apartó y observó las palmas de sus manos horrorizado.
─¿Qué clase de maldito monstro soy? ─dijo mientras se llevaba las manos a la cabeza.
Aquella fue, una de las tardes más largas de toda mi vida. Me quedé con él hasta que se calmó. Lo cuidé como a un niño pequeño. En aquella noche me convertí en una madre, psicóloga y amiga para él. A la mañana siguiente, cuando las cosas estaban un poco más calmadas, y antes de que sus hermanas llegaran del trabajo y yo me marchará, él me dijo con toda la sinceridad que pudo, que jamás volvería a hacer algo como eso. Poco después lo ayudé a entrar a un centro de rehabilitación, mintiendo a la familia diciéndoles, que había conseguido una beca para una escuela de música en el extranjero. Era creíble, él siempre tuvo madera para eso. Esa, había sido la última promesa que me había hecho y tenía un verdadero y profundo miedo de que no pudiera ser capaz de cumplirla. Él nunca me había fallado, pero, como dicen, siempre hay una primera vez para todo.
─¡Mey! Es hora de levantarse ─me dijo mi madre desde la cocina, sin saber, que su hija no había dormido nada en toda la noche.
Me levanté, me bañé y salí a tomar un poco de leche, aunque siempre la he odiado. Salí con rumbo al escuela, sin recordar lo que había visto el día anterior. Al llegar a mi salón vi a mi adorado "amor platónico" con un grupo de chicas que lo rodeaban a él y a sus amigos, los cuales, curiosamente, también eran mis amigos. Caminé entre ellos rompiendo con el murmullo que tenían. Llevaba la mirada en el suelo, no quería que nadie me viera.
─¡Hey Meyreth! ─me gritó. Me detuvé en seco, era la primera vez que el me llamaba por mi nombre. Volteé a verlo. Él sonrió y me saludó con la mano, mientras los demás chicos hacían lo mismo y las chicas que los acompañaban me veían con rencor. Incliné un poco la cabeza para devolverles el saludo y continúe con mi camino. Me senté en mi habitual lugar y esperé. Mis amigas aún no habían llegado, así que me quedé observando el calendario que colgaba en la pared frente a mí. Veintisiete de octubre, quedaban dos días más para el cumpleaños de Ness. Me pregunté si sería capaz de verlo. No había pasado ni uno solo de sus cumpleaños sin mí. Teníamos una especie de ritual en nuestros cumpleaños, algo especial que solo hacíamos nosotros. En sus cumpleaños, en lugar de un pastel con sus clásicas velitas, le obsequiaba un postre de limón, el cual era su favorito ¿Por qué? Simple, él odiaba el pastel. No cantábamos las tradicionales "mañanitas" no, él, las odiaba. Cantábamos una canción que el compusó cuando cumplió cinco. Mis cumpleaños eran, en aquellos años, una fecha que realmente esperaba con ansias. Él se encargaba de hacerlos mágicos. Desde muy pequeña he sido alérgica a las rosas. Sin embargo, siempre las he amado. En mi jardín había cientos, pero, por mi causa tuvieron que ser cortadas. Él se encargaba de obsequiarme rosas blancas cada año. Pero, había algo especial. Procuraba darme o enviarme siempre una caja de regalo adornada siempre de manera diferente, dentro venían cientos de cosas que, él, sabía de sobra que yo amaba y justo hasta el fondo un cubrebocas, el cual siempre tenía un diseño distinto. En cuanto me lo ponía, él aparecía con un enorme ramo de rosas blancas.