—¿Sabías que Amanda Cooper ha desaparecido? —preguntó el padre Julius, sentándose frente a mí en aquella chirriante silla de madera.
Levanté ligeramente la cabeza para echarle un vistazo al hombre de cabellos blancos y ojos tristes, que, curioso, observaba mi novela escrita a mano —si es que se podía considerar como tal una vieja libreta sin apenas portada y suficientemente maltratada como para que todas las hojas estuvieran arrugadas o rotas—, que intentaba ocultar con mi brazo izquierdo, todavía con la pluma estilográfica apoyada sobre el papel.
—¿Y? —solté, sin darle siquiera importancia.
Mandi, que escribía su nombre con i latina porque decía que eso la hacía ver más europea, había ido al mismo colegio privado que yo, se había sentado en mi misma clase, incluso habíamos hecho trabajos en grupo juntas, pero nunca, jamás, habíamos entablado una conversación. Tampoco era el tipo de persona con quien pretendía llevarme bien.
Principalmente porque era idiota.
—¿Cómo que "y", Barbara? —me reprendió el sacerdote, frunciendo su ya arrugado ceño, negando con la cabeza.
—Me trae sin cuidado lo que haga. Seguro que se ha ido de fiesta universitaria a Argentham, como todos los "desaparecidos" en los últimos siete años —bufé, soltando mi pluma para simular las comillas con los dedos.
No era la primera vez que alguien de nuestro pueblo desaparecía dando falsas alarmas. Muchos preferían pasar los fines de semana en los pueblos cercanos, en los pubs de carretera o llegar hasta alguna ciudad en busca de fiesta y diversión, y, claro, la mayoría de los adultos de Aurumham eran demasiado conservadores para permitir aquello, así que los chicos se iban sin decirles nada a sus padres y las denuncias no tardaban en inundar la triste y solitaria comisaría de policía. Sin embargo, el domingo por la noche, todos ya volvían a estar en sus casas arropados por sus sábanas y todos y cada uno de ellos sanos y salvos.
—Estás bastante agresiva últimamente —fue lo único que dijo, antes de volver a levantarse.
Puse los ojos en blanco.
El padre Julius era el hermanastro de mi abuelo, y mi único apoyo desde el momento en el que tomé la decisión de quedarme en casa escribiendo y no ir a la universidad, como mis padres habían deseado durante toda mi vida. Habían guardado dinero en una cuenta aparte para mis estudios y habían dedicado sus esfuerzos para darme la mejor educación posible para que pudiera estudiar la carrera que yo eligiera, así que fue bastante decepcionante para ellos que decidiera echar todo aquello por la borda.
Por el otro lado, Julius, quien había ejercido como mi segundo abuelo, me había proporcionado un asiento permanente en la antigua biblioteca de la iglesia, accesible desde el claustro, y me permitía merodear en el cementerio en búsqueda de inspiración, lo que, desde luego, no solía estar bien visto. Pero él me comprendía.
—No estoy agresiva, es que mamá lleva diciéndome que desde el sábado nadie ha visto a la hija del alcalde, y pretende que me apunte de voluntaria para ir a buscarla al bosque junto a los policías, siendo así la primera en hacerlo, porque todos están demasiado cagados de miedo y no piensan poner un pie en la alameda ni si les ofrecen cinco años más de vida —bufé, agotada.
El bosque de los Della Rovere era el recinto que separaba las dos ciudades de nuestro condado, Aurumham, donde yo vivía, y Argentham, la moderna metrópoli donde se encontraba la única universidad de Aurumshire.
Muchas veces, y tan solo motivados por el alcohol y las ganas de diversión, algunos de los jóvenes de nuestra ciudad cruzaban el bosque para dirigirse al otro lado del condado, cautelosos aunque fingiendo una seguridad increíble. Me encantaba estar en lo alto del muro cuando lo hacían, para observar cómo el simple sonido de una rama partida podía hacerles perder la cordura.
Y tal vez esa era la primera y la última vez que entraban en la alameda.
—Podrías apuntarte. Desde luego, eres la que más se pasea por aquí —me dijo el viejo sacerdote, acercándose a una de las grandes estanterías de madera para agarrar uno de los libros que la ocupaban, casi sin mirar de cuál se trataba.
Volvió a dirigirse a la mesa de madera de roble en la que yo me encontraba y dejó caer el pesado tomo de portada granate y sin ninguna inscripción frente a mí, esperando a que le prestara atención.
Puse los ojos en blanco y cerré mi maltratada libreta, segura de que no iba a dejarme en paz hasta que sintiera la mínima empatía por Mandi Cooper, quien, desde luego, estaba todavía por Argentham.
—¿Qué es esto, Julius? —le pregunté estirando la mano para poder cogerlo.
Él se volvió a sentar frente a mí y cruzó las manos sobre la mesa, observándome con interés con sus desgastados ojos verdes, los mismos que tenía mi abuelo.
Alcé las cejas, expectante, esperando a que me respondiera, pero no parecía dispuesto a contarme nada hasta que yo misma lo descubriera.
Apreté los labios, evitando murmurar alguna mala palabra, y bajé la mirada hacia el libro que tenía entre mis manos. Debía tener, por lo menos, quinientas páginas del tamaño de medio folio, todas amarillentas, casi marrones, y desgastadas por los años. Olía a hojas antiguas mezcladas con el polvo acumulado de la biblioteca de la iglesia, y, desde luego, no era demasiado agradable.
Sin embargo, la portada era excepcional. Tenía un color borgoña apagado por toda la tela que cubría la carátula y, a pesar de no tener nada escrito en ella, en el centro de la parte inferior había un árbol bordado en una tela dorada, vibrante, que, por muy pequeña que fuera la figura, destacaba con fuerza.
—Es un roble —me susurró, al verme acariciar con el dedo el minúsculo árbol.
Sin prestarle demasiada atención al cura, abrí el tomo por la primera página, que, por supuesto, estaba en blanco. Giré la hoja, aunque se repitió el mismo patrón, y fue igual hasta la quinta, donde destacaba la impresión «Della Rovere» en el centro de la página.
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Editado: 01.10.2020