Dante

15. Latte Machiatto

Reposé la pluma estilográfica 
—la herencia de mi abuelo— sobre la fría mesa del Golden Caffé, a la vez que Violet se acercaba a mí con mi latte machiatto entre sus manos, mirándolo fijamente, intentando evitar perder el equilibrio.

Olivia, sentada en la barra, seguía a su amiga con la mirada, sin dejar de sorber por la pajita la inmensa taza de chocolate caliente que sostenía por la fina asa de cerámica, para nada preocupada por ocultar su indiscreción.

—Gracias —murmuré, viendo cómo la  pelinegra dejaba con sumo cuidado mi vaso de cristal sobre aquella mesa, frente a mi libreta.

No pudo evitar echar una ojeada a lo que llevaba escrito, aunque me adelanté a sus intenciones colocando una mano sobre el papel, evitando así que leyera más de lo que tenía permitido. Tanto ella como su amiga eran propensas a volverse locas si veían que mis últimas descripciones eran sobre la pálida piel mortuoria de su gran amiga asesinada.

—¡Vi, ven a ayudarme! —gritó su padre, Dean Birdwhistle, entrando en el local cargado con tres cajas de cartón que lo ocultaban prácticamente al completo, dando tumbos por su pesado contenido.

Su hija no dudó ni un segundo en abandonar su posición frente a mí para correr hacia su anciano padre, que debía de haber cumplido los sesenta y siete aquel año.

Recordaba todavía las historias de mi madre sobre el escándalo de los Birdwhistle. La madre de Violet, íntima amiga de la mía, debía tener catorce años cuando se enamoró del dueño del bar, de veintiocho. Ella se quedó embarazada de su primer hijo dos años más tarde, y se vieron obligados a contraer matrimonio antes de que las malas lenguas del pueblo corrieran el rumor de que Louisa Aberdeen era una fulana. Ahora, la diferencia de edad de los dos padres de Violet no parecía tan obvia como por aquel entonces, aunque él seguía pareciendo su abuelo, con aquel cabello blanco peinado siempre hacia atrás, más que su querido padre.

Dean le ofreció la caja superior a su hija y ambos anduvieron desde la entrada hasta la barra con dificultad, ante la atenta mirada de los escasos clientes de la cafetería, que se limitaban a Olivia, Savannah Clifford y a mí.

La heredera de los Clifford, quien, a pesar de tener nuestra edad, siempre había ido un curso atrasada, volvió a bajar la mirada cuando sintió que la estaba observando, y siguió ojeando su revista de moda con poco interés. Era un poco rara.

Más que yo, si cabía.

Ni siquiera me dio tiempo a devolver mi mirada a mi asqueroso cuaderno, pues una figura alta, delgada y ataviada con un extravagante abrigo largo hasta media pierna se colocó frente a mí, tapándome por completo la silueta de Savannah, sentada en la mesa más cercana a la mía.

Levanté la mirada lentamente para encontrarme con el impasible rostro de Valentino Della Rovere, quien me miraba como el ser insignificante que era, con las manos escondidas en los bolsillos de su ostentoso abrigo de cachemir.

Sus cabellos oscuros e intencionalmente despeinados sobre su frente caían hasta sus ojos almendrados, que me escrutaban con absoluta indiferencia.

—Hola a ti también —gruñí, aunque había pretendido sonar simpática.

Él rodó sus ojos y, sin pedir permiso, se deslizó sobre el asiento que había frente a mí, como si le hubiera estado esperando durante todo aquel tiempo.

Agarró descaradamente mi bebida y, sin dejar de mirarme fijamente, se llevó el vaso a los labios, manchando su arco de cupido con la espuma del café, antes de hacer una mueca de desagrado.

Alcé las cejas evidentemente sorprendida por su repentino acto, aunque no dije absolutamente nada hasta que él habló:

—Esto es asquerosamente dulce —se quejó, antes de atrapar la espuma de su labio superior en un ágil movimiento de su lengua.

Me estremecí cuando volvió a clavar sus ojos en mí, y tragué saliva con dificultad, sintiéndome inevitablemente desprotegida ante aquel hombre. Se acababa de beber casi la mitad de mi bebida como si fuera la suya.

—Me vas a pagar lo que te acabas de tragar —pronuncié, señalando con mi dedo el vaso de cristal que nos separaba.

Para no variar, no sonrió, aunque debería de haberlo hecho para evitar hacerme sentir todavía más incómoda.

—Te debo un café —me corrigió, empujando el vaso hacia mí, tal vez ofreciéndomelo, aunque fuera mío.

Fruncí el ceño. ¿Qué derecho tenía a hacer eso? Ni siquiera le conocía.

Tenía la sensación de que todos tenían un extraño síndrome de confianza ciega en mí, cuando yo ni siquiera comprendía por qué me miraban.

—Yo no quiero que me invites a un café. Yo quería mi latte machiatto —insistí, casi involuntariamente. ¿Por qué no me callaba y punto?

Él negó con la cabeza, y chasqueó la lengua, sin apartar la mirada.

Del mismo modo, volvió a coger el vaso y se lo llevó a los labios de nuevo, dándole un segundo trago, desafiante.

Gruñí de nuevo, aunque me arrepentí al instante. Yo no era un perro.

—¡Para ya! —grité, aunque en voz baja, estirando el brazo para recuperar lo que era mío.

Sin quererlo, mi mano quedó sobre la suya, aunque no me dejé intimidar por ello.

Siguió sin sonreír, aunque pude identificar un extraño brillo de diversión en sus ojos negros.

No aparté mi mano de la suya en ningún instante, a pesar de que ésta estuviera fría como el témpano, y tampoco intenté bajar la mirada, pese a que la suya quisiera atravesarme.

—Buenos días, señor Della Rovere, ¿quiere que le traiga algo? —pidió Violet, interrumpiendo de pronto el repentino silencio que se había formado entre el hermano de Dante y yo.

Le solté inmediatamente, como si me estuviera quemando, terriblemente avergonzada por lo extraño de la situación.

Vi alzó las cejas en mi dirección, tal vez advirtiéndome de lo que tanto me había repetido todo el mundo: él era peligroso.

—Uno como éste —pidió Valentino, con su profunda y melodiosa voz, alzando el vaso que conservaba en su mano—, pero con menos azúcar.




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