Dante

22. El dulce sabor de sus labios

Olivia estaba sentada en el escalón que separaba su jardín de la calle principal, sosteniendo entre sus dedos un cigarro que se iba consumiendo poco a poco cada vez que ella le daba una calada.

Su pierna derecha no paraba de moverse nerviosamente arriba y abajo, haciendo chocar la suela de sus Dr Martens en el suelo provocando un molesto sonido que hacía eco en la siempre vacía calle en la que se encontraban nuestras dos viviendas.

—Creía que te habías muerto —dijo con naturalidad, soltando el humo de su tabaco por la boca con lentitud, mirando fijamente la punta de sus zapatos, sin prestarme la más mínima atención.

—Pues ya ves que no —solté, deteniéndome cerca de donde ella se encontraba.

Tal vez debería de haber ido a por mi libreta en el bosque en lugar de volver a casa, aunque, tras lo que había pasado, había preferido mantener las distancias con la alameda durante algún tiempo. Al menos, hasta que se me pasase el efecto de sentir que mi cuerpo ardía en deseo cada vez que pensaba en el maldito Valentino.

Alessandro ya la había encontrado con anterioridad, así que confiaba en que lo hubiera hecho de nuevo. Sospechaba que, cuando caí al suelo paralizada por culpa de la sangre de Dante, había dejado caer mi bolso junto a mí, y tenía esperanzas en que él lo hubiera visto y la trajera de vuelta. Sin leer ni una sola palabra de lo que había en ella.

—Violet está en el centro médico. Le ha dado un ataque de pánico después de oír el disparo y he tenido que llevarla a ver a mi madre. Yo prefiero fumar para calmar mis nervios antes de que me chuten a tranquilizantes —murmuró, alzando su cigarrillo con orgullo—. Di no a las drogas.

Arrugué la nariz.

—Técnicamente, el tabaco es una droga.

Ella chasqueó la lengua antes de mirarme de arriba abajo con suficiencia. No era especialmente disimulada con sus expresiones, aunque a mí no me molestaba. Al menos no era falsa como su fallecida amiga Mandi.

—No voy a preguntarte qué estabas haciendo, si es a lo que estás esperando. No me importa —murmuró, devolviendo la atención a sus zapatos.

Arqueé una ceja, pero no respondí. Debía de hacer un par de horas que estaba en el bosque, ya que el sol estaba a punto de ponerse en el horizonte, tras el obelisco que ocupaba la plaza principal de nuestra pequeña ciudad que culminaba el final de nuestra calle.

Crucé la carretera de asfalto con tranquilidad, dirigiéndome hacia mi casa, sintiéndome observada por la chica de cabellos anaranjados cuyo único interés era el de contaminar sus pulmones a base de nicotina.

—No han encontrado a Savannah, pero sí un rastro de sangre desde el mausoleo hasta un pequeño claro en el bosque, cerca de la mansión Della Rovere —mencionó, viendo cómo me alejaba.

Me di la vuelta, sin dejar de avanzar hacia mi casa, andando hacia atrás.

—No creo que sea suya —murmuré lo suficientemente alto como para que ella me oyera y, acto seguido, volví a girarme para subir el escalón que me separaba de la entrada a mi hogar.

—¿Acaso es tuya? —preguntó con curiosidad mi vecina, aunque no le respondí.

Toqué el timbre y esperé a que mi madre, con su indomable cabello rizado totalmente descontrolado, abriera la puerta.

Oí a Olivia maldecirme por no haberle contestado antes de entrar en casa.

Mi padre estaba sentado en la mesa de la cocina, frente a su inseparable ordenador aunque hablando por teléfono entre risas mucho más coquetas que divertidas. Intenté no prestarle demasiada atención, pues mi madre no parecía demasiado cómoda en aquel instante.

—Te has ido tan de repente esta mañana y no has vuelto hasta ahora —dijo, como si aquella fuera su verdadera preocupación—. Deberías de haberme llamado, al menos. Pensaba que te había pasado algo horrible, como a Amanda.

Mierda. Mi móvil también había desaparecido junto a mi bolso, aunque no me había dado cuenta hasta aquel entonces. Era infinitamente más prescindible que mi libreta, desde luego.

—He estado en la iglesia —improvisé, en un tono de voz demasiado alto, tal vez para distraerla de los cuchicheos descarados de su marido.

—La hija de los Rees me ha dicho que te habías quedado en el bosque tras el disparo. Todos nos esperábamos lo peor. No deberías ser tan descuidada, al menos, en estos momentos —dijo, mirándome con sus ojos marrones llenos de únicas motas verdes.

Sonreí falsamente y me dispuse a subir las escaleras para encerrarme en mi habitación hasta la hora de cenar. Tan solo quería dormir, olvidarme de todo lo que había ocurrido, y, tal vez y solo tal vez, escribir en un folio en blanco algo relacionado con mi nuevo descubrimiento sobre la increíblemente atrayente familia Della Rovere, los vampiros de Aurumham.

—Adiós, mamá —sentencié, antes de que ella pudiera detenerme.

Subí de dos en dos los pronunciados escalones que llevaban al piso de arriba, sintiendo la baja temperatura que dominaba aquella parte de la casa.

Vi la puerta abierta de mi habitación y no dudé en entrar, encerrándome en su interior y rodando la llave que siempre había colgada del cerrojo, impidiendo así que mi progenitora irrumpiera mis momentos de tranquilidad como siempre había hecho.

Me dirigí hacia mi ventana para cerrar las persianas y poder disfrutar de la oscuridad, aunque, cuando iba a hacerlo, mi mirada se posó en aquella figura apoyada en uno de los robles de tronco más grueso de la alameda, demasiado alejada de mí para que pudiera identificarla, aunque, desde luego, era humana.

Quise abrir la ventana para intentar averiguar de quién se trataba, aunque, cuando lo hube hecho, ya no había nadie allí. Tal vez me lo había imaginado, como efecto adverso a la sangre de vampiro. No era una idea tan descabellada si teníamos en cuenta que había conseguido paralizarme y después despertar mi deseo sexual —que casi siempre había sido nulo— en un lapso de una hora.

De pronto, mi mente volvió a viajar descontroladamente a Valentino Della Rovere, el hombre al que casi había besado aquel mismo día, quien me había mordido y posteriormente drogado como una simple rutina de mañana, y no se había visto afectado por ello.




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