Dante

26. El deseo que no se extingue

—Sabes que no vengo por ti, Julius —dije, avanzando por la nave principal de la iglesia, perseguida por el hombre de ojos claros que suplicaba mi atención.

Apreté los puños, intentando mantener la calma, e intenté regular mi respiración para no descargar mi ira sobre el hombre que me había estado ocultando la información más valiosa de aquella alameda.

—Barbara, por favor, escúchame —sollozó, colocándose frente a mí para obstaculizarme el paso.

Evité mirarle a los ojos, pues conocía a la perfección su gesto de arrepentimiento, y no me apetecía caer con él.

—Vengo a por el libro de los Della Rovere, no a escuchar tus mentiras —solté, segura de mis palabras.

Una de sus ancianas y cálidas manos agarró mi muñeca, impidiendo así que pudiera escapar.

Bufé, y me limité a mirar las puntas redondeadas de mis zapatos, reacia a ver su entrañable rostro ahora que sabía que había estado mintiendo sobre todo lo que envolvía al misterio de la familia italiana que habitaba aquel bosque inglés.

—Ni siquiera sabes lo que quiero contarte, que juro es mucho más interesante que nada que puedas encontrar en ese maldito libro —dijo, y supe que el asunto era bastante grave.

Julius no solía maldecir, y mucho menos jurar. Eran dos palabras que no encajaban en su vocabulario y que pocas veces hasta aquel entonces había escuchado salir de entre sus labios.

Mi mirada se posó inevitablemente en él. Las manchas por la edad que cubrían su rostro arrugado distraían el hecho de que su piel ligeramente tostada ahora estaba pálida y amarillenta, casi como si estuviera a punto de vomitar.

—Creo que ya me has tomado por estúpida durante muchos años —le reprendí, intentando zafarme de su agarre.

—¿Cómo voy a haberte tomado por estúpida si lo único que he hecho ha sido protegerte?

—¿Me estás llamado débil?

Julius frunció el ceño ante mi pregunta. Estaba claro que me importaba un pimiento lo que tuviera que decir, por muy importante que creyera que era.

Había estado ocultándome la existencia de los vampiros privándome de información que me habría servido de ayuda mucho antes de ser atacada por Valentino, lo cual podría haberse evitado, y lo único que había intentado hacer el sacerdote era incitarme a averiguar qué eran realmente los Della Rovere, cuando él conocía el peligro que eso conllevaba.

Y esa no era exactamente la definición de "proteger".

—Todavía no puedo contarte toda la historia, pero debes tener fe en mí. No debes involucrarte con los Della Rovere y por eso no puedes leer el libro —dijo, rotundo.

Alcé las cejas, empezando a reír. Estaba claro que no me conocía si creía que con aquellas palabras sin valor alguno iba a detenerme.

Era caprichosa, siempre lo había sido, pero toda la vida había tenido que satisfacerme yo misma, con mis propios recursos. Mis padres siempre habían estado en una montaña rusa de emociones debido a las obvias infidelidades de él, que llevaban a un profundo estado de depresión a mi madre, quien a veces recordaba que tenía una hija, lo único que realmente los unía. Si había querido algo, lo conseguía por mis propios medios, sin necesidad de que nadie me ofreciera una mano.

Y, en aquel momento, lo único que quería era saber qué ocultaba la única persona en la que había confiado tanto tiempo, la única que sentía que me apoyaba incondicionalmente y que realmente tan solo parecía haberme querido usar de cebo contra los vampiros. Porque sino, ¿para qué me había enviado a investigar la muerte de Amanda Cooper?

—Vete a la mierda —gruñí, consiguiendo así que me soltara.

Le esquivé con facilidad entre los bancos de madera y, sin detenerme ni un segundo, avancé hasta llegar a la puerta del claustro, que cerré detrás de mí, dejando a Julius un par de pasos atrás, sin darle tiempo a detenerme.

Giré la llave que se encontraba en el cerrojo con rapidez, impidiendo así que el sacerdote pudiera alcanzarme. No había ninguna otra entrada al claustro que no fuera la que accedía desde la gran iglesia gótica, así que, al fin, estaba sola.

—¡Barbara! ¿Qué estás haciendo? ¡Ábreme, vamos! —gritó a la vez que empezaba a golpear la puerta.

Negué con la cabeza aunque no pudiera verme y me coloqué el cuello de mi jersey ajustado antes de darme la vuelta y, decidida, dirigirme hacia la biblioteca.

—¡Barbara! —repitió una y otra vez el viejo protector del monasterio, pero yo hice caso omiso. Suficiente le había escuchado hablar sobre el misterio de la alameda durante mis diecinueve años de vida para seguir haciéndolo ahora que ya sabía que ese mismo misterio era nulo.

Había tres vampiros y lo más probable es que ellos fueran los responsables de todo lo que había ocurrido. Desde el principio.

No era estúpida, y, aunque seguía sintiendo una increíble atracción por aquella extraña familia, sabía que realmente era peligrosa su cercanía, suponiendo que ellos eran los asesinos de la alameda.

—¡Barbara! —oí una última vez, con la voz apagada por la lejanía entre la puerta de la iglesia y mi posición.

Coloqué una mano en el frío pomo de la puerta, dispuesta a entrar a la gran biblioteca, pero, justo cuando fui a abrir acompañando un largo suspiro de satisfacción, alguien me detuvo, rodeando mi muñeca con sus largos y fríos dedos.

Aguanté la respiración durante varios segundos, sintiendo mi corazón palpitar con fuerza y retumbar en mis oídos, y levanté la cabeza para mirar fijamente la madera de roble de la que estaba hecha la robusta puerta, frente a mí.

¿Cómo había llegado hasta allí?

—¿A dónde te crees que vas? —susurró, apartando con la mano que no sujetaba la mía el mechón de mi cabello que tapaba mi oreja para acariciar con su cálido aliento mi oído.

Sentí un escalofrío recorrer todo mi cuerpo, sintiendo una automática repulsión hacia mi reacción.

Maldita sangre de vampiro.

—No te importa —dije, rotunda, esperando a que no insistiera.




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