Dante

27. El olor de la muerte

—Te escucho —le dije a Julius, entrando con la barbilla levantada en la iglesia.

Sentía el calor invadir mi cuerpo pese a las bajas temperaturas —todo gracias al recuerdo de Valentino Della Rovere y su inacabable influencia sobre mis hormonas—, aunque intenté no aparentarlo. Con suerte, la uniforme palidez de mi rostro se había mantenido del mismo color, debido a la dificultad extrema de mi tez para cambiar a cualquier otro tono, y ni siquiera de aquella forma podría adivinarse que había tenido un nuevo encuentro con el vampiro que me había mordido.

El sacerdote estaba sentado en la esquina derecha del primer banco, al otro lado del pasillo, con las manos cruzadas sobre sus muslos y la cabeza gacha, a la vez que susurraba palabras que no llegaba a escuchar desde mi posición.

Levantó ligeramente la mirada, sin dejar de murmurar, frunciendo el ceño inmediatamente, mostrando su evidente enfado contra mí.

Realmente le comprendía, porque le había encerrado en su propio monasterio, así que no se lo reproché, y me limité a andar hacia él, con las manos cruzadas en mi espalda, jugueteando nerviosamente con mis dedos.

—Eres una imprudente —gruñó, cuando me senté a su lado.

Me encogí de hombros, fingiendo que no había pasado nada. Lo hecho, hecho estaba.

—Ya veo que tú no. No he encontrado el libro en toda la biblioteca, y he revisado todos y cada uno de los cincuenta y siete tomos de color borgoña que hay en las dieciséis malditas estanterías —solté, sonriente, intentando fingir que no estaba molesta por haberme pasado unos cincuenta minutos revisando portadas de libros antiguos y polvorientos, intentando olvidar el recuerdo del candente Valentino.

—No estás preparada para leerlo, Barbara —dijo, devolviendo la mirada al suelo.

Chasqueé la lengua, disconforme.

—¿Y cuándo lo voy a estar? Porque sé de la existencia del libro, de los vampiros y de las muertes que ocurren cada década, y algo me dice que esas tres cosas están relacionadas —reprendí, demandando atención.

Julius, ignorando por completo el sonido de mi voz, empezó a rezar.

Suspiré, intentando mantener la calma. Había dicho que me hablaría sobre ello, que debía escucharle, y, cuando llegaba el momento, no lo hacía. ¿Cómo pretendía que le tomara en serio si no era capaz de siquiera darme esperanzas?

Estuve a punto de levantarme, dejar al sacerdote con sus secretos e ir a preguntar yo misma a mis nuevos amigos —o lo que se supusiera que eran los Della Rovere para mí— qué maldita relación tenían con el viejo de mi tío abuelo.

Sin embargo, cuando apoyé mis manos sobre la fría madera de roble en la que estábamos ambos sentados, un inconfundible estruendo hizo eco en la inmensa iglesia gótica, de techos elevados hasta el cielo.

Tanto Julius como yo nos giramos hacia la entrada, donde una figura a contraluz, quien había arremetido contra la puerta, estaba de pie, impidiendo que la intensa luz solar iluminara por completo la nave central.

—Padre Julius, ¿está usted bien? —preguntó, con la voz temblorosa.

No tardé en identificarla como Brianna Kelman, la única agente del cuerpo de Aurumham, que se acercó con rapidez a nosotros.

Ambos nos habíamos levantado cuando llegó, aunque no tardó en detenernos, levantando ambas manos hacia nosotros.

Su rostro mostraba un inconfundible gesto de terror, aunque intentando con la mirada que mantuviéramos nuestra posición.

Llevaba su traje oscuro intacto, y el pelo recogido a la perfección, lo que indicaba que no había estado haciendo movimientos bruscos, aunque su ceño fruncido y su labio inferior tembloroso mostraban realmente el miedo que sentía.

Julius dio un paso atrás, sorprendido por la repentina intrusión de Brianna, agarrándome de la muñeca en un movimiento casi impulsivo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, intentando comprender la actitud de aquella mujer.

Ella tragó saliva antes de negar con la cabeza.

El comunicador que llevaba pinzado a su camisa empezó a emitir un sonido agudo de pronto, aunque ella no se movió ni un milímetro. Se limitó a mirarme fijamente, transmitiéndome su miedo, que empezaba a ponerme realmente nerviosa.

—¡Agente Kelman! —gritó una voz masculina y profunda desde la puerta, sobresaltando de pronto a la mujer, quien se llevó instintivamente una mano a la funda de la pistola, tras hacerla cerrar los ojos por un par de milésimas de segundo.

El sheriff Rees le hizo un gesto con la mano a Brianna desde la puerta, indicando que se acercara, con verdadero nerviosismo, como si estuviera ansioso por algo.

Estaba segura de que algo debía de haber pasado.

Le eché un vistazo a Julius, quien parecía paralizado aunque también extraordinariamente tranquilo, y, acto seguido, me dispuse a ir junto a Brianna hacia la puerta, zafándome de su fuerte agarre.

—Barbara, no te acerques. Quédate junto al padre Julius, no te muevas de allí —me ordenó el sheriff Rees, señalándome con firmeza el lugar donde se encontraba mi tío abuelo.

Brianna siguió su camino hasta su jefe, mientras que yo me detenía, obedeciendo por primera vez las órdenes del policía.

Volví a girarme hacia Julius, quien tenía la cruz que colgaba de su cuello entre las manos, a la vez que movía los labios sin emitir ningún sonido, probablemente rezando en silencio.

Afiné mi oído al escuchar el incesante sonido agudo de los varios comunicadores, lo que indicaba claramente que el sheriff y Brianna no eran los únicos agentes cercanos a la iglesia, y no pude evitar pensar en lo que debía de estar pasando.

—¿Se puede saber qué está pasando? —insistí, aunque sin moverme.

Grant Rees negó con la cabeza casi al instante, esperando a que Brianna llegara a la puerta para ordenarme en un gesto con la mano que no abandonara mi posición.

—Barbara, ven conmigo, seguro que todo va bien —dijo Julius, tranquilizador, intentando persuadirme con su dulce voz.




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