Dante

30. Un solo latido

2/2 Danversario 💜

Me senté sobre la cama tras dar unas cuantas vueltas a la habitación para observar desde aquel lugar la perfecta figura del vampiro.

Su piel pálida destacaba sobre todo lo demás por los últimos rayos de sol, que se colaban por los gruesos cristales de los grandes ventanales, lo que me hacía sospechar que ya llevaba más de dos horas prisionera en aquel amplio espacio, que cada vez me parecía más pequeño.

Dante no me había hablado y yo tampoco sabía cómo empezar una conversación. Estaba concentrado en su libro, con el que llevaba deleitándose desde su intento de pedirme perdón por secuestrarme dentro de su habitación, supuestamente para protegerme de Valentino y sus tendencias sexuales agravadas por la luna llena.

Sin embargo, yo veía al chico de cabellos rubios y apariencia de no más de veinticinco años muy calmado, a pesar de haberme confesado los distintos efectos que ejercía la noche sobre él.

Empecé a dibujar formas diversas sobre las sábanas, dirigiendo mi dedo sobre ellas, intentando averiguar cómo escapar de aquel lugar y volver a mi casa sana y salva, sin ser atacada ni violada por ninguno de los habitantes de aquella casa.

Mi barriga rugió en un desafortunado momento, y fue la primera vez en la que Dante levantó la mirada hacia mí desde que había empezado a leer.

—¿Tienes hambre? —preguntó, sorprendido, como si comer no formara parte de su naturaleza.

Sus ojos verdes analizaron mi rostro en busca de respuesta, a la vez que cerraba el libro, el cual parecía haber terminado ya.

Asentí con la cabeza, incorporándome.

—Bueno, llevo desde mediodía sin comer —me excusé, al no ver reacción por su parte.

No estaba segura de si él comía. Es decir, si era un no muerto sus órganos no deberían funcionar, al menos no como los míos, y, por otra parte, la energía que necesitaba su cuerpo para subsistir, según decían mis libros sobre criaturas sobrenaturales, tan solo se la daba la sangre humana.

—Creo que tengo chocolate en la cómoda. Las viejas costumbres no pueden perderse —dijo, levantándose y andando hacia mí.

Rodeó la cama con verdadera elegancia, con su postura recta y soberbia, antes de agacharse junto a la cama, donde me encontraba yo, para abrir el cajón de la mesita de noche, del cual extrayó una barrita de chocolate, sin dejarme ver lo que había en su interior, aunque, por el sonido que realizó el plástico cuando la sacó, supe que probablemente no era la única.

Se levantó de nuevo y fue entonces cuando me la tendió firmemente, a la vez que yo terminaba de incorporarme.

—¿Kinder Bueno? —pregunté, a la vez que la agarraba.

No había forma que aquella barrita tan pequeña me saciara, aunque intenté mostrarme mínimamente agradecida con una pequeña sonrisa.

—No sacia mi sed de sangre, pero sí mi gula. A Valentino le gusta el café y a Alessandro... Creo que los ganchitos con sabor a queso, aunque prefiere desahogarse con otras cosas, ya sabes —respondió, llevándose una mano a la nuca y acariciándose el pelo desde abajo.

—Gracias —respondí, cruzando mis piernas y quitándole el plástico a la barrita, concentrada en no mancharme las manos.

De pronto, sentí cómo el colchón se hundía a mi derecha, y no me hizo falta girarme para saber que Dante se había sentado a mi lado.

—No te creas que estoy completamente muerto. Todos mis órganos funcionan, aunque no con la misma eficacia que los tuyos —indicó, cuando yo di el primer mordisco a su barrita, dándome cuenta de lo muy hambrienta que estaba en aquel momento.

—Yo suelo comer mucho y normalmente no tengo tanta hambre por las noches, pero mi madre ha hecho acelgas cocidas y he tenido que fingir que me encontraba mal para no llenarme con aquella porquería —murmuré, deleitándome con el chocolate, encantada de decir cosas estúpidas y desviando mi mirada hacia él.

Le descubrí con sus ojos verdes fijos en mí, en mis labios concretamente, entre los que seguía el Kinder Bueno y que probablemente también estaban llenos de migas del barquillo, aunque él no se mostraba asqueado por ello, sino mucho más neutro de lo que esperaba.

Odiaba que la gente me observara al comer por lo general, aunque, en aquel momento, era comer o morir, así que volví a apartar la mirada y me terminé la barrita sin rechistar.

Me limpié las comisuras de los labios con el reverso de mi mano y estrujé el plástico en la otra antes de volver a girarme hacia él.

Tenía los ojos cerrados, aunque se mantenía en la misma postura que antes, como si estuviera reflexionando sobre algo en concreto.

—¿Estás bien? —pregunté, cuando estuve segura de que ya no quedaban restos de comida en mi boca.

Vi cómo levantaba los párpados con dificultad y asentía con la cabeza con lentitud, tal vez demasiada.

Dejé el plástico sobre la cómoda, antes de prestarle toda mi atención.

—Sí, pero necesito descansar —respondió, haciendo un amago de levantarse de la cama, apoyando los puños a ambos lados de su cuerpo para darse impulso.

Instintivamente le agarré de la muñeca, viendo cómo sus brazos siempre firmes empezaban a temblar.

—¿Qué te pasa? —insistí, aunque ya lo sospechaba.

Intentó levantarse, aunque seguí sujetándolo para que no lo hiciera. Parecía débil de repente y no estaba segura de si podría mantener el equilibrio una vez de pie. Y yo, por supuesto, no tenía la fuerza suficiente para levantarlo del suelo.

—La luna —susurró, cerrando los ojos con fuerza, como si le doliera tenerlos abiertos.

No sabía qué hacer. Nunca se me había dado bien cuidar a nadie, ni siquiera a mí misma, y ahora peor que nunca, pues ni siquiera sabía que era lo que le estaba ocurriendo o qué iba a pasar después.

Solté su fría muñeca y él volvió a abrir los ojos para clavarlos en mí con frialdad.

Vi cómo sus labios empezaban a temblar, como si tuviera frío, lo que era extraño, pues él siempre estaba helado.




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