En el fondo, Lena no sabía qué iba a preguntarle a Julian. No después de tantos años sin hablarse, no después de las últimas palabras llenas de rabia que se lanzaron como cuchillos. Dudaba que fueran capaces de mantener una conversación sin que las viejas heridas sangraran de nuevo. Pero esta vez no se trataba de ellos.
Se trataba de Nora.
De todo lo que no sabía. De todo lo que nadie quería decirle.
Subió los escalones del porche con paso tenso y llamó a la puerta principal. Nada. Ni un ruido. Ni un crujido. Apretó los labios y tocó de nuevo, más fuerte.
—¡Julian! ¿Estás ahí? —llamó, asomándose a la pequeña ventana del costado.
Entonces, lo vio.
Una sombra se movió en el interior, apenas perceptible, como una figura deslizándose por la oscuridad. No logró distinguir un rostro ni una forma clara, pero fue lo suficiente para que su corazón se acelerara.
—¡Julian! —gritó con más fuerza, golpeando el cristal con la palma—. ¡Quiero hablar contigo!
Silencio.
Entonces lo recordó: Julian jamás cerraba la puerta trasera. Nunca lo había hecho. Rodeó la casa por el estrecho sendero cubierto de maleza. La puerta trasera estaba, tal como lo había imaginado, entornada. Lena empujó suavemente, y esta se abrió con un quejido sordo, como si la misma casa lamentara su entrada.
El interior olía a humedad y a polvo. Todo estaba sumido en una penumbra azulada, teñida por la luz crepuscular que se colaba entre las cortinas. No se escuchaba nada. Ni pasos, ni respiración. Pero la sensación de que no estaba sola era abrumadora.
—¿Julian? —llamó con voz baja, casi temerosa.
Revisó la sala, pasando los dedos por una vieja repisa donde aún descansaban fotografías enmarcadas: una más joven Lena, Julian, y entre ambos, Nora, sonriendo con esa expresión que parecía saber algo que los demás no.
Lena avanzó con lentitud por el pasillo. Cada paso sobre el suelo de madera crujía como una advertencia. La casa tenía esa quietud antinatural que precede a algo malo.
Llegó al pie de la escalera. Dudó un segundo, luego subió.
El aire en el segundo piso estaba más frío. Las puertas estaban entrecerradas. Las habitaciones, en sombras.
Se detuvo frente a la puerta del dormitorio de Julian.
Estaba abierta.
Con un nudo en la garganta, Lena la empujó despacio… y lo que vio dentro le heló la sangre.
No era Julian quien la esperaba.
De espaldas a la puerta, de pie frente al espejo del tocador, había una mujer. Su cabello oscuro caía en una maraña sobre los hombros. Su silueta era idéntica a la suya, tanto que Lena sintió que el mundo daba un giro.
—¿Nora? —susurró, apenas creyendo que pronunciaba ese nombre.
La figura no se movió.
Lena avanzó un paso, el corazón martillándole en el pecho, y en ese momento, la mujer del espejo giró lentamente el rostro.
Lena se ahogó en un jadeo.
Era su rostro.
Pero los ojos no eran suyos.
Eran negros. Vacíos. Como pozos que no reflejaban luz.
Y la sonrisa que se dibujaba en los labios de aquella cosa era torcida, antinatural… inhumana.
—Llegaste tarde —murmuró con voz idéntica a la de Lena… pero hueca, como una eco filtrado desde el fondo de una caverna.
La figura dio un paso hacia ella.
Y el espejo se agrietó.
Lena intentó retroceder, pero su cuerpo no respondía. Era como si sus pies estuvieran clavados al suelo, congelados por un terror tan profundo que la paralizaba desde la base de la columna. Cada fibra de su ser gritaba que huyera, pero no podía moverse.
La silueta frente al espejo —idéntica a ella, pero infinitamente más oscura— se acercó con lentitud. Sus movimientos eran suaves, casi flotantes, como si no caminara, sino deslizara sobre el suelo.
Cuando estuvo a solo un par de pasos, levantó una mano.
Lena tragó saliva, sintiendo que el aire a su alrededor se había vuelto denso, como si respirara a través de una pesadilla.
Los dedos de aquella figura le rozaron la mejilla. Eran tan fríos que Lena no pudo evitar estremecerse. No era solo el frío del contacto físico, sino algo más profundo, como si le acariciaran el alma con hielo.
La figura ladeó la cabeza, con una expresión que combinaba ternura y algo más... algo retorcido, como una marioneta imitando emociones humanas.
—Te he esperado tanto tiempo… —susurró, y la voz no parecía salir de una garganta, sino de las paredes mismas. Era un eco antiguo, apagado, que parecía arrastrar siglos de soledad consigo.
Lena quiso hablar, pero las palabras se le murieron en la garganta.
Entonces la figura sonrió.
Y en sus ojos —negros como la tinta, brillando con algo imposible— Lena vio un destello. Un recuerdo. La iglesia. El mural. Su hermana… gritando.