Dicen que las palabras duelen y hieren solo cuando la persona que las dice te importa. Y cuánta verdad hay en esa afirmación. Porque tus palabras, las palabras que salían de tus labios, tenían el poder de levantarme hasta el cielo o de hundirme en el más profundo abismo.
Tus palabras, tan llenas de amor y ternura, eran como una melodía para mis oídos. Cada "te quiero", cada "eres especial", era como un rayo de sol que iluminaba mi mundo, llenándolo de alegría y esperanza.
Pero también tus palabras, tan llenas de ira y resentimiento, eran como cuchillos que se clavaban en mi corazón. Cada "no me mires", cada "no me hables", cada "me estresas", era como una tormenta que oscurecía mi cielo, dejándome sola y asustada en la oscuridad.
La facilidad con que tus palabras me herían era asombrosa. Un simple comentario, una simple frase, podía hacer que mi mundo se desmoronara. Y lo peor de todo es que tú no parecías darte cuenta del daño que estabas causando.
Pero a pesar de todo, a pesar del dolor y la tristeza, no puedo evitar recordar tus palabras. Porque fueron tus palabras las que me mostraron lo que es el amor, pero también lo que es el dolor. Fueron tus palabras las que me hicieron reír, pero también las que me hicieron llorar. Fueron tus palabras las que me dieron esperanza, pero también las que me la quitaron.
Y aunque ahora solo me quedan tus palabras y los recuerdos que ellas evocan, estoy agradecida. Agradecida por las lecciones que aprendí, por la fuerza que descubrí en mí misma, por la capacidad de amar y de perdonar que descubrí gracias a tus palabras.
Porque al final del día, las palabras son solo eso, palabras. Pero lo que realmente importa es lo que hacemos con ellas, cómo las usamos para construir o destruir, para amar o herir, para crear o destruir. Y aunque tus palabras me hirieron, también me hicieron más fuerte. Y por eso, a pesar de todo, estoy agradecida.