Viajar entre mundos era… curioso. No estaba segura de si subía o bajaba aunque, si al mundo de los mortales se lo conocía como arriba, supuso que lo primero sería lo más probable. Puede que hiciera el trayecto con los ojos abiertos o cerrados; la negrura que la rodeaba era tan espesa que resultaba difícil discernir entre un parpadeo y el siguiente. Su cuerpo se sentía ingrávido, como si flotase dentro de un fluido lo suficientemente ligero como para que no notase su presencia a su alrededor, pero lo bastante sólido como la que soportase su peso.
No sabría decir cuánto duró el viaje; podrían haber sido una eternidad o solo unos instantes. La penumbra comenzó a cambiar a su alrededor muy levemente, menos firme que antes, menos oscura, y entonces sí empezó a notar la velocidad a la que se movía su cuerpo, acercándola más y más a lo que parecía una grieta en las tinieblas, rodeada de un halo rojizo. Puede que gritase cuando se precipitó hacia aquella fisura, pero si lo hizo, el sonido murió en la nada que la rodeaba.
Cuando sus pies tocaron por fin algo firme, tropezó y cayó de bruces. Tosió con fuerza, sintiendo como sus pulmones quemaban dentro de su pecho y cómo su corazón bombeaba con fuerza sangre a sus oídos, provocándole un pitido desagradable. La magia de la brecha se había quedado en su piel, vibrando sobre ella, golpeándola con suavidad como si se tratase de la cuerda de un instrumento. Su poder primitivo hacía que todo su cuerpo hormiguease con una sensación extraña y al mismo tiempo agradable y placentera, casi revitalizante.
Abrió los ojos, pero tuvo que parpadear cuando descubrió que su visión estaba salpicada de pequeños puntos de luz. Sus dedos se cerraron en torno a la empuñadura enjoyada, un tacto que había comenzado a resultarle reconfortante. Cuando consiguió enfocar la vista y distinguir algo en la densa oscuridad del lugar en el que se encontraba, vio que había caído sobre un suelo de tierra húmeda y compacta. Y delante de los pies de alguien. Unos pies escamosos y desnudos, terminados en garras negras y curvadas que se enterraban en la tierra.
La sidhe levantó la cabeza despacio, apartándose la maraña de pelo sucio con la mano libre para poder ver mejor.
Un cambiaforma. Un ser que se metamorfoseaba a placer, mostrando en cada momento la apariencia que deseaba, aunque por lo general solían tener una preferida. En el caso del ser que la joven tenía delante, se trataba de algo parecido a un lagarto, de cabeza aplastada y con un largo hocico escamoso. Los colmillos que asomaban de sus labios finos eran largo y curvados, más parecidos a los de un jabalí que a los de un reptil. Tardó un instante que comprender que la mueca extraña que el ser le dedicaba era una sonrisa.
─ ¿Qué tenemos aquí?
La joven puso los ojos en blanco, conteniendo a duras penas el gemido angustiado que comenzaba a subirle por el pecho. Se apartó del cambiaforma lo más rápido que pudo, poniéndose en pie y colocando la daga de por medio. Sintió el portal entre mundos por el que acaba de precipitarse a sus espaldas, con su magia ancestral y primitiva rodeándola. La brecha parecía latir detrás de ella, palpitando con un brillo rojizo, como el corazón de un ser vivo.
El ser que tenía delante la miró con los ojos entrecerrados, sus pupilas verticales analizándola de arriba abajo, deteniéndose un poco más en el arma enjoyada que portaba la joven y que olía levemente a sangre de fae.
─Eso no es tuyo ─dijo con un siseo el cambiaforma, ampliando un poco más su sonrisa, como si el hecho de que una chiquilla sidhe portando una daga manchada con sangre de otro feérico mayor escondiese alguna broma particularmente graciosa─ ¿De dónde te has escapado, esclava?
Ella no contestó a la pregunta. Se limitó echar un vistazo rápido a su entorno en penumbra. No había nada que iluminase la galería en la que se encontraban, y por eso la sidhe jugaba en desventaja. Sus ojos de feérica podían adaptarse a la oscuridad y ver en ella, vislumbrar formas, percibir algunos colores, pero sin haber realizado la Turas Mara, sus sentidos no estaban plenamente desarrollados. No como los del inmortal que tenía delante de ella, que podía verla a la perfección.
─ ¿Quién es tu Hijo Predilecto? ─prosiguió hablando el cambiaforma, dando un paso hacia ella─. Tal vez si te devuelvo a él me dé una recompensa jugosa.
La sidhe aguardó, con el corazón martilleando contra sus costillas de una manera que estaba segura que el otro feérico podía oírlo. El metamorfo de lagarto no era un ser particularmente grande; su cuerpo alargado le sacaba más de una cabeza a la joven, pero no era corpulento. Aun así, conseguía taparle el resto de la galería, cortándole totalmente el paso. No tenía más salida que la brecha a través de la que había venido y, aunque la traspasase y volviera de vuelta al mundo inmortal, lo más probable era que la siguiese.
Apretó los dientes. No, no iba a volver. Todavía no.
No tenía formación de luchadora. Solo sabía emplear cuchillos y utensilios vagamente similares a armas para llevar a cabo tareas domésticas. Había visto alguna vez luchar a otros feéricos entre sí, a faes emplear espadas y cuchillos, arcos cargados con flechas y también grandes e imponentes ballestas, así como armas a las que no sabía poner nombre. Le había parecido hermoso, letal. Y también bastante intuitivo.
La sidhe dejó que el cambiaforma se aproximase a ella, con la espalda pegada a la pared de roca fría y húmeda que tenía detrás, pausando su respiración, concentrándose, tratando que la sangre que le corría frenética por los oídos se calmase. Empezó a notar el aliento del inmortal en la cara. Sus dedos se cerraron con más fuerza en torno a la daga.