En aquella fría mañana del 10 de abril, me vi obligada una vez más a enfrentarme al monótono encierro del salón de clases. Transitaba mi penúltimo año en el instituto, un lugar donde ya llevaba cuatro largos años, durante los cuales apenas había conseguido forjar vínculos significativos. Jess y la amable señora de la cafetería eran las únicas figuras que podía considerar como amigas en ese entorno estudiantil.
No es que careciera de habilidades sociales, ni mucho menos. Simplemente, la mayoría de mis compañeros de clase no lograban captar mi interés genuino. Su interacción se limitaba a solicitarme ayuda cuando la necesitaban, y yo, incapaz de negarme, me veía inmersa en resolver sus problemas y dificultades.
Con un suspiro resignado, terminé de ajustar las agujetas de mis zapatillas y me apresuré hacia la salida. En la cocina, me encontré con la figura de mi tía Mary. Desde que tenía once años, ella había sido mi ancla, mi sostén en este mundo. Mi padre, ausente desde el momento en que supo del embarazo de mi madre, nunca había sido una presencia constante en mi vida. Y mi madre... mi madre había partido hace ya cinco años, en un fatídico accidente de camino al trabajo. Desde entonces, era mi tía Mary quien había asumido la responsabilidad de velar por mí, de cuidarme con un amor incondicional que siempre me había reconfortado en los momentos más difíciles.
Con un gesto de gratitud hacia mi tía, me despedí con un abrazo rápido y salí por la puerta, enfrentándome al día que se extendía ante mí como un lienzo en blanco. El viento fresco de la mañana me golpeó el rostro mientras me dirigía hacia el instituto, sumergiéndome en mis pensamientos.
A medida que caminaba por las calles conocidas de mi vecindario, recordaba los momentos compartidos con mi madre. Su risa resonaba en mi mente, trayendo consigo una mezcla de nostalgia y dolor. Aunque ya no estuviera físicamente presente, su influencia seguía moldeando mi forma de ver el mundo.
Al llegar al instituto, me sumergí en la monotonía de las clases, tratando de mantenerme enfocada en los libros y las lecciones. Sin embargo, mi mente divagaba una y otra vez hacia la ausencia de conexiones significativas en mi vida estudiantil. ¿Acaso estaba destinada a seguir sola en medio de la multitud?
El timbre que marcaba el final de la jornada escolar me sacó de mis cavilaciones, devolviéndome a la realidad del presente. Recogí mis cosas con rapidez y me dirigí hacia la salida, ansiosa por regresar a casa y refugiarme en el cálido abrazo de mi tía Mary.
Mientras caminaba de regreso, el sol comenzaba a ponerse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Era un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre había una luz que guiaba mi camino. Y aunque el camino pudiera ser solitario en ocasiones, sabía que no estaba completamente sola. Mi madre seguía viviendo en mi corazón, y mi tía Mary estaba ahí, siempre dispuesta a sostenerme cuando más lo necesitaba.
Mientras caminaba de regreso a casa, me sumergí en mis pensamientos. El viento fresco de la tarde acariciaba mi rostro, trayendo consigo un aire de serenidad que me reconfortaba después de un día agotador en el instituto.
De repente, una voz familiar me sacó de mis cavilaciones. Era Jess, mi única amiga en aquel lugar inhóspito. Se acercó a mí con una sonrisa cálida en el rostro.
—Avie, ¿cómo estuvo tu día? —preguntó, con genuino interés en saber cómo me había ido en clases.
—Podría haber sido mejor — respondí con sinceridad, compartiendo con ella mis frustraciones y pensamientos.
Jess asintió comprensivamente. —Lo entiendo. A veces, parece que estamos atrapadas en una especie de rutina sin fin aquí.
Sus palabras resonaron conmigo, haciéndome sentir menos sola. Agradecí su compañía y juntas continuamos nuestro camino hacia casa, compartiendo risas y confidencias en el camino.
Al llegar a casa, me recibió el aroma de la comida casera de mi tía. Entramos en la acogedora cocina, donde ella nos esperaba con una sonrisa amorosa en el rostro.
—¡Hola chicas! ¿Cómo les fue hoy en el instituto? — nos saludó con entusiasmo, mostrando siempre su interés genuino en nuestras vidas.
Nos sentamos a la mesa y compartimos nuestras experiencias del día, disfrutando de la compañía mutua y el calor del hogar. En ese momento, me sentí profundamente agradecida por tener a estas dos mujeres maravillosas en mi vida.
Después de la cena, me retiré a mi habitación, sintiéndome más reconfortada y fortalecida por el amor y el apoyo de mi familia elegida. Me acurruqué en mi cama, sintiendo la presencia tranquilizadora de mi madre en mi corazón y la seguridad de que, pase lo que pase, siempre habrá personas que estarán ahí para mí.
Con esa certeza en mente, cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño, sabiendo que mañana sería otro día.