Desde que tengo memoria, nunca conocí la soledad. No física, al menos. Vengo de una familia grande, tengo cinco hermanos e incontables primos que me acompañaban —para bien o para mal— todo el tiempo. No bastando con eso, mi casa quedaba relativamente cerca de una chica que pronto se convirtió en mi mejor amiga. Uno esperaría que eso me haría sociable y de buen carácter pues no. Los Holmes nos caracterizamos por tener un carácter del demonio, de hecho, cada junta familiar es esperada y odiada por todos, porque nos encanta ver el mundo arder, pero no arder con él. Así que nuestras numerosas reuniones terminan con más de una pelea, varios ebrios y lloriqueos comunes.
No ha sido fácil tener tantos hermanos. Desde que tengo memoria ha sido una competencia contra Lorcan primero, aunque yo estaba ayudada por Masie —Masie América Hope, cuatro años mayor que yo— pues me tenía piedad. Lorcan fue mi compañero de juegos hasta que entré a la primaria e hice más amigos. Vecinos no teníamos pues vivíamos en las afueras, así que solo estábamos nosotros para ingeniárnosla dentro del bosque frutal que había en el patio trasero. Todos los días era una aventura, creo que aprendí a escalar antes que a caminar. Lorcan y Masie me tenían una paciencia infinita, un día éramos piratas surcando el río que cruza el pueblo, a bordo de una barcaza con su propia bandera. Mi padre se encargó de hacernos espadas a Lorcan y a mí, pues Masie era la sirena que nos acompañaba nadando, con su hermosa melena rubia resplandeciendo bajo el sol de verano y el traje que mi madre le hizo, ambientaba nuestro mundo de forma inigualable. Al día siguiente éramos exploradores, náufragos en una tierra desconocida con enormes árboles cuyo follaje tapaba el cielo, teníamos que dormir sobre las ramas para que las fieras no nos devoraran y aprender a sacar agua del suelo, reconocer hormigueros e insectos peligrosos.
Insectos. Masie los coleccionaba. Nadie lo esperaría de ella, tan dulce y tímida, pero su afán por los animales desconocidos fue su motor desde el principio. Papá le construyó una especie de caseta entre los árboles, que ella adornó con flores y fotos de animales que sacaba o conseguía de libros. Masie no podía dejar un animal sin ayudarlo. Una vez incluso encontró un perro enorme que escondió por dos semanas, tenía astillas en la pata y se las quitó todas. Claro que el perro no era idiota y, pues para quedarse en un hotel cinco estrellas donde lo alimentaban todos los días, no se fue nunca. Ahora se llama Ron. Es un vejestorio, pero lo amamos.
Yo tenía tres años cuando mi madre tuvo a Gia. Era un bulto rojizo, arrugado y llorón. Su nombre completo es Cadence Gia Beatrice, pero Gia es más fácil de decir, y resultó ser el karma que mi padre tenía que pagar. Desde pequeña resultó ser una Lorcan femenina y la ahijada de satanás. Yo puedo jurar que esa niña era mala. Malvada. Maléfica. Daba las perillas del gas, perseguía a nuestros gatos —Tres, Gato, Mapache y Azul— con tijeras en las manos, rompía los vestidos de Masie, perdía las herramientas de Lorcan y destrozaba mis libros. Nuestra peor pesadilla. Solíamos encerrarnos en el ático por horas cuando ella aprendió a caminar, Gia atraía la mala suerte como la miel a las abejas.
Yo sé que no tengo el derecho de admirarme de sus desastres, era inquieta y solía perderme apenas abría la puerta. Era una niña habladora, demasiado curiosa y besaba el suelo con más frecuencia de lo que besaba a mi madre. Pero había un truco para calmarme: darme un libro. Resulté ser tan rata de biblioteca como mi madre. Podía pasar horas enteras en un silencio que no parecía mío, devorando libro tras libro. Fui la primera de mi clase en aprender a leer y la única que nunca lo dejó. Cuando Gia nació, iba junto a su cuna y le leía todos los cuentos que mi madre escribió para mí. En esos tiempos, no teníamos tanto dinero, comíamos lo que cultivábamos y mi padre, profesor de vocación, se paseaba de escuela en escuela tratando de conseguir un trabajo estable para alimentar nuestras numerosas bocas. No lo veía mucho, aunque siempre me lamenté por sus pobres estudiantes, víctimas del malhumor constante de mi papá y su brusco trato, él es un profesor excelente, mas sus métodos son... poco ortodoxos. Era por eso que mi madre, viendo lo ávida que era por las letras, dedicó gran parte de su tiempo a escribirme cuentos. «La princesa salvaje», «La niña que vivía con lobos», «La niña que conquistó la luna» y muchos otros cuentos en los que me ponía de protagonista, logrando transportarme a tantos mundos fantásticos que nunca lamenté nuestra austeridad. Lorcan conseguía piezas mecánicas con las que inventaba juguetes o desarmaba las cosas que mis padres ya no ocupaban, a veces mejorándolas o explotando todo. Fue una infancia muy feliz.
Para el nacimiento de Gia, yo ya había entrado a la primaria. Era una escuela grande, bonita, llena de árboles y con patios de arena. Mi carácter tosco y mi afán por jugar con tierra no me ganaron muchas amigas, solo Valeriane.