La abuela y Pasha eran literalmente vecinas, junto a varias viudas más que se reunían todas las tardes a tomar té, a chismear un poco sobre lo que pasaba en el pueblo y también a contar historias para algunos ancianos, niños o chicas que se congregaban para escucharlas. Les gustaba contar muchos de los mitos que rodeaban a Anselaan, sobre cómo nuestros dioses intervinieron en muchas luchas, sobre criaturas mitológicas y que aún habitaban entre los mortales.
Me gustaba escuchar las historias que todas ellas tenían para contar. Amaba ver la emoción en sus ojos al relatar estos maravillosos mitos que hacían que uno se emocionara o terminara con miedo. Desde niña había gozado de las historias terroríficas que mi abuela y Pasha relataban sobre Smert’, sobre los príncipes que se convertían en dragones y quemaban lugares enteros, convirtiéndolos en cenizas, o sobre las princesas que no necesitaban de ningún héroe para salvar sus vidas.
Cabalgué con Skysong hasta las colinas y el frío gélido me envolvió, como un abrigo caliente que me protegía de todo mal, cosa que agradecí. Se veían hermosas pintadas de blanco, con los árboles congelados y las casas cubiertas de blanco también.
Vi a varios niños jugueteando en la nieve, corriendo de un lado a otro, y añoré la época en la que Isaak y yo jugábamos así, siendo nuestro único temor el del sol ocultándose, porque olvidábamos quién había ganado la vez anterior y comenzábamos discusiones que terminaban con uno de los dos rodando por la colina, cuesta abajo.
—¡Danya! —gritó Pasha, en la entrada de su casa y se puso de pie con rapidez—. ¡Roza, ven a ver quién está aquí!
Muchas viudas salieron de sus casas, la mayoría de ellas ya ancianas, y otras muy jóvenes que se rehusaron a casarse y vivían ahí, con sus hijos, felices. Me pregunté si mamá hubiese accedido a la idea de venirse a vivir aquí, para criarnos con la ayuda de las demás viudas. Yo hubiese sido feliz, pero, ¿ella?
—¡Pasha! —exclamé, lanzándome al suelo con rapidez y mis botas se hundieron un poco en el lodo, pero no me impidió salir corriendo hacia mi vieja amiga y abrazarla con fuerza.
—¡Oh, tranquila! —se rió Pasha—. Ya no soy tan joven como tú y mis huesos se desvanecen cada vez más rápido.
—Lo siento —solté una risita y la liberé de mi abrazo de oso—. Pero te he extrañado mucho.
—¿Extrañas a Praskovya Khoklova más que a tu propia abuela? —inquirió una nueva voz detrás de mí.
Roza Voronova tenía el cabello rojizo y grisáceo ya, con los ojos avellana claros, ahora de baja estatura y un poco encorvada, pero un día había sido encantadoramente hermosa.
—¡Abuela! —chillé, cual niña emocionada y me precipité por una de mis pocas personas favoritas en este mundo.
—Mi florecilla silvestre —dijo mi abuela, regresándome el abrazo con fuerzas—. Me alegra verte de nuevo. ¡Mírate nada más! ¡Estás más hermosa que nunca!
Traté de verme modesta ante el cumplido de la abuela, pero la verdad era que no estaba acostumbrada a aquella clase de cosas. Sí, las escuchaba a menudo, pero no me vanagloriaba de eso como las demás chicas que conocía.
—Te diría que desperdicias tu juventud y tu belleza, pero ningún mortal te merece realmente —señaló Pasha.
—Estoy de acuerdo —asintió la abuela, sonriendo de oreja a oreja—. Ahora, ¡ven! Siéntate con nosotras, ¿tienes hambre? Es hora del almuerzo y luego podemos ponernos al día, ¿te parece?
No me negué, claramente.
Pasha mató una gallina y muchas mujeres se reunieron para preparar una gran comida. Los hornos se encendieron y desprendieron un calor que agradecí en demasía. Muchas viudas cantaban alegremente mientras se dedicaban a sus tareas, otras cosían sarafanes, bufandas y abrigos, tarareando también de forma animada y alegre; los niños correteaban de un lado a otro o entraban a la cocina para robarse uno que otro panecillo, para calentarse o simplemente para olfatear la comida.
Me uní a la abuela para preparar panecillos y durante un momento, olvidé que estaba furiosa y resentida con mamá, hasta que ella lo mencionó.
—¿Cómo está Tasha? —preguntó, con interés disimulado.
—Encinta —fue todo lo que respondí.
La abuela alzó sus cejas plateadas y asintió. —Lo siento. ¿Ella está emocionada?
—Al parecer, sí —me encogí de hombros, sin mirar a la abuela o sabría cuán triste estaba.
—¿Ya se lo dijo a Kasen?
—No lo sé —terminé de rellenar los pastelillos y los metí al horno—. Y no me interesa mucho. Sabes que no nos toleramos.
—Ah, sí, la vieja disputa entre Dasha y Kasen —rió ella, negando un par de veces—. Yo tampoco lo tolero, por eso me vine a vivir acá.
—Ojalá fuera así de sencillo para mí.
—¿Podría serlo? ¿Por qué no vienes a vivirte conmigo? Tengo espacio de sobra y eres bienvenida siempre que quieras. Sabes de antemano que suelo sentirme sola, ¿no?
—No lo sé —vacilé—. No sé si pueda dejar a Isaak.
—¿Isaak? —se extrañó la abuela—. Tu hermano es ya un hombre y lo sabes, Darya, él no necesita ninguna clase de protección… ¿Es por tu madre?