Deathly Prince.

Capítulo 6.

Una vez me tranquilicé y regresé lo poco que había ingerido anoche, porque hoy no bebí ni comí nada de lo precipitada que estaba, dando arcadas hasta que me sentí totalmente vacía, me senté en el suelo. Pero la sensación de ardor en mis manos no desapareció del todo; las froté contra mi vestido, mi capa, y hasta en la nieve, queriendo quitarme esto de encima.

Skysong ni siquiera se percató de que estaba muriéndome, pero no había mucho que mi yegua pudiese hacer por mí, así que no me importó.

Luego de recapacitar y olvidarme de mi mala pasada, me quedé pensando en lo sucedido.

¿Había sido Voloshna quien me visitó? ¿Con qué fin? ¿Por qué yo? ¿Había sido una broma por parte de mi mente? ¿Una alucinación?

Quise salir corriendo de ahí lo más rápido y lejos posible, pero mis piernas temblaban como las ramas cuando el viento las empuja y mi vista era borrosa. Quise ir en busca de Mila y contarle lo ocurrido, pero no podía moverme.

Se suponía que debía de temer por estar en un lugar así y sola, pero de repente, no me sentí tan sola. A pesar de ya no verlo, pude sentirlo ahí, merodeando en el bosque, con sus frívolos y vivarachos ojos azules, escudriñando y esperando.

Estaba segura ahora que se había ido y que quizás, se había molestado conmigo porque comenzó a nevar un poco fuerte. La nieve caía como la lluvia y me apresuré a mover mis delgaduchas piernas para montar a Skysong y salir de ahí antes de que cualquier otra cosa pudiese suceder.

Espoleé a la yegua hasta que me detuve cerca de unas trampas para conejos que había puesto cerca de unos arbustos de zarzas y bayas que ellos solían buscar. Algunas trampas estaban soterradas bajo la nieve y vacías; con suerte conseguí tres pequeños conejos que podría desollar y vender su piel en el mercado, tal vez me darían unas cuantas monedas que podrían ayudar a comprar pan o queso. La carne supuse que nos alcanzaría para una semana, un poco más si la racionábamos bien y si la escondía del asqueroso de Kasen.

No era una cazadora muy experimentada que digamos, ya que el arco y la flecha no eran lo mío; lo había descubierto hacía unos años atrás y determiné que no era mi área ni una forma para defenderme de nadie. Pero era muy hábil con los cuchillos y navajas: podía manejar objetos corto punzantes de una forma fantástica y sigilosa, y esconderlos nunca había representado un gran problema para mí.

Era por esta razón que Kasen no se me acercaba cuando yo estaba sosteniendo un cuchillo en la mano, porque sabía que era letal con ellos, y rápida también.

Desollar los animales que cazaba se había vuelto una afinidad más que me había adjudicado gracias a pasar tiempo con papá y con Isaak, en el bosque y cazando. Mi hermano sí era diestro, al menos más que yo, con el arco y había perdido toda esperanza en mí para que yo aprendiera a usarlo y a valerme de él por si necesitaba defenderme.

Siempre tenía mis cuchillos. La mayor parte del tiempo cargaba con al menos tres de ellos: uno en mi cinturón o bolso, y ocasionalmente uno en cada bota. Me había tenido que acostumbrar y amoldar al peso que representaban y a la molestia de que a veces solía cortarme con ellos cuando corría o saltaba y se movían.

Al llegar a casa, me dirigí a la cocina, sin reparar en mamá y sin buscarla; aún tenía mucho por asimilar. Estaba claro que no iba a acostumbrarme a la idea de un nuevo hermano o hermana con facilidad: si era una niña, mi puesto estaría reemplazado desde ya.

Mientras desollaba a los conejos, traté de alejar aquella sensación nauseabunda que seguía apoderándose de mí, que me roía cada hueso del cuerpo y que se calaba por mi sangre, pegándose a mí como una maldita sanguijuela.

Suspiré pesadamente una vez terminé y observé el desastre que era, cubierta de sangre y también suciedad. Ya no importaba realmente: me había acostumbrado tanto a mi imagen cubierta de suciedad o sangre que ya me parecía normal.

—Hay que racionar la carne —sentencié, tirando los cadáveres de los conejos sobre la mesa y mamá se sobresaltó, como si no hubiese reparado en mi presencia sino hasta ahora—. Podríamos comer una semana con carne fresca y dejar la seca para después.

Al parecer, ni siquiera me oyó.

—¿Estás escuchándome?

Mamá alzó la mirada con levedad, sus ojos brillaron y logré ver su temor en ellos. No me importó, sin embargo.

—¿Eh? —su voz fue débil y casi chillona.

Un fantasma.

Eso era esta mujer a la que ya no reconocía bien. Se veía mayor, demasiado, y estaba más delgada de lo normal: lo veía a través de sus vestidos y el camisón que ahora estaba llevando. Ella trataba de ocultarlo, de ignorarlo y hasta de negarlo, pero yo lo veía, y también Isaak; estaba segura que Kasen lo dejaba pasar.

Yo ya no la reconocía y me moría por gritárselo, pero sabía que no me escucharía, sabía que me callaría, sabía que culparía a la muerte de papá por esto. Y yo sabía muy bien que era por esto último, cualquiera se percataba de ello.

—La comida —traté de sonar amable, pero me escuché muy borde para mi pesar—. Habrá que racionarla.

—Oh. Muy bien —asintió.

Me volteé y seguí en lo mío, tratando de empujar lo más lejos posible el hecho de que hoy había visto a un extraño en una capa negra y cuyo rostro no vi, que había hablado conmigo y que lo hice enojar al parecer.



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En el texto hay: fantasia, hadas, faes

Editado: 26.09.2020

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