Debí Pedirte Que Te Quedaras

Cayendo A Lo Profundo

Luego de haberme cargado y atrayendo la mirada, burlas y comentarios desatinados de todos los transeúntes, me di cuenta que ya me había bajado de sus hombros y ahora caminaba tal como una niña pequeña lo hace tras de un padre enojado que va con el tiempo ajustado.

Su paso es muy rápido y largo para mí. Él da un paso y yo debo de dar tres para alcanzarlo. Intenté bajo nulos intentos zafarme de él, de pegar un grito al cielo, pero no funcionó nada de lo poco que intenté. Quedo completamente reducida ante él.

Llegamos a ese edificio, subimos las escaleras de forma precipitada ante la mirada de algunos vecinos que quedaban asustados por el temperamento y la mala cara de Romel. Quita el seguro de aquella puerta, la abre de un solo azote y me deja entrar junto con él. Voy menos tiempo en está ciudad y es la segunda vez que entro en este apartamento.

Él enciende algunas luces para no quedar a oscuras mientras yo me quedo parada sobre la entrada. Mientras lo hace, va por algunas cosas –que en un principio no entiendo para que nos ayudaran–, mi primer movimiento es de intentar salir de aquí, pero escuchó su voz fuerte y autoritaria desde dentro.

—¡Ni se te ocurra escapar porque iré por ti!

Ante ese grito que me hizo tiritar, me apegué a su orden como una necesidad de solucionar las cosas. Si no fuera él, seguramente yo estaría pegando alaridos, llamar este acto como un vil secuestro del cual yo soy la víctima, pero el amor a veces nos vuelve permisivos.

Sale de la cocina, en cada una de sus manos trae un refresco de distinto sabor. Sabiendo que el mío es de naranja mi preferido, me la acerca, agradezco con voz entrecortada e intento humectar un poco mi garganta con tan fría bebida.

—No debiste haberme traído aquí —me limpio los labios—. Ella podría venir y encontrarnos, y no deseo otro problema más grande aún.

Dejo la bebida sobre un buró que hay muy cerca de nosotros. El saber que aquella mujer con quien ahora vive todavía no sale de mi mente, es una cobardía de mi parte aprovechar e invadir su terreno cuando ella no está, así como un deseo incansable de ocupar su lugar justo ahora. Es hasta un poco ilógico, yo era su ex conviviente y ahora soy la que tiene miedo de verlo.

—Olvídate de ella —le da un trago a su botella de cerveza—. Si te incomoda, vuelve en dos días.

Aunque me diga aquello suena aun peor porque siento que soy la amante. Nunca imaginé peor situación que estar así, atrapada en unas paredes impenetrables ante los sentimientos que nos revuelven el corazón.

Nos quedamos en silencio por varios minutos, hasta que me invita a sentarme en una sala arreglada de forma singular. Dejo caer mi trasero sobre ese sillón, con las piernas muy cerradas, tocando mi vientre con mucha fuerza.

Él parece alejado, se ha sentado en un mueble más espacioso y evita a toda costa verme a los ojos, tan solo ve una pared blanca al frente de él que está adornada con trofeos que ganó en campeonatos pasados.

Ya aprendí que los silencios no son para nada buenos, que una forma de quererme siempre es demostrar y decir lo que pienso, aunque aquello resulte incorrecto o imprudente para muchos. Mi piel desea ser tocada por él, mi mente cae en la recurrencia de sus recuerdos y aquel pasado tan dulce no desea marcharse.  Deseo con ansías habitar en él.

—¿Sabes porque vine aquí, a esta ciudad? —él responde de inmediato con una negación y no puedo evitar soltar una sonrisa de enojo, lo único que uso para defenderme—. No puedo creer que no te hayas dado cuenta.

Siempre trata de quedar con el orgullo en alto y de tener la razón de su lado, eso es algo con lo que sinceramente odio pelear porque sé que pierdo, pierdo no solo las esperanzas, también mi autoestima.

—¿Ahora me vas a decir que no recuerdas cuál fue el fracaso de nuestro matrimonio? —lanzo las palabras al aire y casi siento que su tranquilidad se canaliza con la ayuda de esa cerveza que está tomando.

—Hubieron peleas, como en cualquier matrimonio. Dijimos tantas cosas, discutíamos tanto… —levanta la pierna sobre la otra y mientras habla se coloca la mano en el mentón.

—Ese es el problema —lo apunto, e intento que mi voz suene fuerte, pero a cada palabra se quiebra—, yo era tu esposa y debiste al menos buscar junto conmigo la felicidad.

Niega de inmediato con la cabeza, supongo que está herido por lo que he dicho.

—No hables tonterías —suelta con rabia—. ¡Tú eras feliz!

Me pongo de pie, luego de haber estado un buen tiempo sentada, con mis pies picando y mis manos sacudiéndose, no pude aguantar más y busqué la mejor forma de que él me observe. De que alcance a verme tal y como soy. Pero ninguno da la cuerda a ceder, el uno dice una cosa y el otro responde otra, ninguno de los dos nos escuchamos. Cada uno suelta lo que tiene. Yo mi rendición, demostrando lo sola que me sentí, la poca fuerza que demostré cuando esto empezó, como me sentía reducida ante sus enojos, y él, dejando ver lo mucho que se sacrificó por nosotros, lo duro que fue para él vivir nuestra necesitada familia.

A pesar de que estamos en una misma habitación me siento tan alejada de él con todo el espacio que hay entre nosotros. A veces los muebles son objetos que llenan solo nuestros vacíos.

Por la forma en la que me muevo haciendo que él al fondo se vea diminuto provoca que por momentos Romel sienta unas grandes fuerzas de querer soltar algo fuerte, pero en vez de que lo haga él, yo me atino a dar el primer zarpazo.

—¡No vivimos juntos porque tú no pudiste seguir deseos distintos de los tuyos!

Se acerca con la rabia controlando toda su fuerza, me agarra con toda la fuerza de la que es capaz y me estruja el brazo derecho con su mano izquierda, mientras observo unos ojos inyectados de sangre.

—¡¿Acaso yo no te ayudé con la publicación de tu libro?! —pregunta aquel hombre enojado—. Yo fui quien te ayudó en lo que más pudo y me dejaste… ¡Egoísta!



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En el texto hay: desamor, amor, decepción

Editado: 08.11.2020

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