Del Mar al Amor Hay Solo Una Letra

Capítulo 1. Vacaciones

Capítulo 1. Vacaciones

Abrí el armario con la esperanza de encontrar los conjuntos perfectos para el que iba a ser el mes y medio de vacaciones más tedioso, aburrido y desperdiciado del año. Había sido un curso bastante agobiante, y es que eso de que todo esfuerzo tiene su recompensa a veces no se cumple. No es que me fuese mal del todo, pero dos de los diez retos que me propuse conseguir antes de finalizar el curso se me resistían: el carnet de conducir y el examen de las destrezas orales de francés. Afortunadamente, el resto fue tarea fácil. Había subido la media de mi expediente académico al sobresaliente, había aprobado ese título de inglés, un par de cursos de primeros auxilios y ese curso de iniciación a doulas, aunque no pude obtener la titulación oficial de este último porque para ello tenía que haber sido madre, y me temo que no cumpliré ese requisito hasta dentro de exactamente 8 años. También conseguí el record de leer dos libros de dos tramas totalmente distintas en una sola noche, no faltar ni un solo día a las clases de danza clásica, alimentarme un mes exclusivamente de productos ecológicos y, tal vez consecuencia de lo anterior, meterme dentro de esos vaqueros que se han puesto tan de moda en los últimos años y que a mi madre le traía tantos recuerdos de su juventud, los temerosos “mom jeans”.

Nueve meses de concentración, altibajos y quebraderos de cabeza que no dieron los resultados que esperaba. Muchas veces no sabría decir si la exigencia con una misma es una gran virtud y el mejor camino para triunfar en la vida, o más bien un defecto que nunca te permite estar conforme y a gusto contigo misma a pesar de los esfuerzos realizados y, por tanto, no te deja ser feliz. Pero, ¿qué sería de mí sin mis retos, mis planificaciones semanales y mis planes de futuro para que todo encaje a la perfección? Pues bien, eso es de lo que no se caracteriza precisamente el verano. Es la estación de los planes improvisados por excelencia, de los días sin horario, de las noches eternas haciendo de todo y las mañanas de desaprovecho haciendo nada. En definitiva, una época del año con la que no me suelo llevar muy bien.

En los últimos años, decidí sacar algo positivo de estos meses y aproveché el infinito tiempo libre para completar mi formación como futura enfermera y matrona. Leí diversos libros, asistí a varios cursos (los poquísimos que se ofrecen en la universidad y en los hospitales en esta época), vi y analicé algunos documentales e incluso asistí a clases de preparación al parto. Así, los últimos veranos fueron mucho más amenos, más cortos y sobre todo útiles. Sin embargo, este verano se presentaba bien diferente. Ya no podría asistir a cursos, ni a clases extras, ni si quiera ver documentales porque mis padres habían decidido comprar una casa en la playa. Sí, una preciosa casa costera a pie de playa justo en medio de una gran urbanización que, seguramente, esté repleta de niños jugando y gritando desde medio día, adolescentes echando fotos “postu” en la piscina que terminará en el mayor de los desastres con el móvil sumergido por accidente, y jóvenes que más que personas parecen vampiros que duermen durante el día y lo dan todo a partir de las doce de la noche. ¿Cómo hemos llegado a esta situación tan interesante? Mis padres llevaban varios años ahorrando para viajar en verano. El sueño de mi madre era visitar otros países y continentes, conocer otras culturas. Hace dos años hicieron una mini escapa a la costa por su vigésimo tercer aniversario de bodas y el que siempre había sido el sueño de mi madre, dar la vuelta al mundo, se convirtió en tener una casita de playa donde pasar todos los veranos hasta convertirse en jubilados cansados pero orgullosos de sus tantos años de trabajo para prácticamente mudarse a la costa. Todo el dinero que tenían ahorrado para esos viajes que quedaron en el olvido fue invertido para comprar la casa, y tras un añito más de esfuerzo pasamos a convertirnos oficialmente en los nuevos inquilinos de esa casita. Lo primero que pensé cuando mis padres me dieron la gran noticia fue cómo mi madre había podido olvidar tan rápido todos esos viajes soñados alrededor del mundo:

–Oh Laia, ese lugar enamora. Y la casita… ¡la casita sí que es para enamorarse! –me dijo mientras buscaba por Google Imágenes fotos de la playa y la urbanización, aunque no sé si lo decía para convencerme a mí o para convencerse a ella misma y así no echarse atrás con la decisión.

Lo segundo que pensé fue que si mis padres ya tenían su nidito de amor, y además bien lejos de aquí, tal vez tendría ahora toda la libertad con la que sueña cualquier persona de veinte años que se siente ya suficientemente adulta como para vivir sola, pero todavía no puede porque económicamente es imposible. Pero esa sensación de independencia veraniega se esfumó cuando oí a mi padre decir desde la cocina lo mucho que me iba a gustar la urbanización y la costa:

– Vamos a pasarlo en grande los 3 este verano. En el jardín podemos hacer barbacoa los domingos, entre semana podemos ir a correr por el paseo marítimo, incluso podemos pescar alguna noche.




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