Del Revés Sin Merecerlo

1. El inicio de la pesadilla espontánea


3:33 am. No puedo dormir.

Siempre la misma historia.

Desde aquel 29 de octubre de 2007, el insomnio llama a mi puerta cada maldita hora que intento pegar ojo. ¡Debo tener más ojeras que Drácula!

En fin, no lo puedo evitar. Un poco de corrector del Mercadona y a seguir con el día.

Ese día, mi madre no me hizo de alarma humana. Según ella, a mis diecisiete años ya debería valerme por mí misma. Sin embargo, yo era votante del pensamiento de poder despertarme con los gritos de mamá para no tener que levantarme con dos horas de antelación para coger el autobús e ir a clase. Finalmente, me levanté somnolienta, abrí el armario y cogí mi conjunto favorito: leggings y sudadera negra. Cómodo y práctico y a mí gusto, a pesar de tener vestidos y ropa colorida, que posiblemente no me habré puesto ni para ir a las misas de los domingos con ocho años.

Al salir de mi habitación, me topé con el ajetreado de mi hermano. Su pelo chocolate estaba más despeinado de lo normal y sus ojos brillaban como si no hubiese dormido en toda la noche. Aún llevaba puesto el pijama de invierno. ¡Y eso que estábamos en verano! No tengo ni la mínima idea de en qué estación vive.

—¿A dónde crees que vas? —dijo él, con una pizca de arrogancia en su voz. Nada extraño para el bravucón de último curso que estaba hecho.

—A clase, idiota —le cerré la puerta en las narices, tras colarme en el baño.

El piso de abajo estaba tranquilo: mamá se encontraba, en la cocina abierta que da al salón, mirando su móvil mientras se le derramaba el vaso de café, que intentaba rellenar por décima vez y Spencer aún seguía peinándose la barba inexistente en el piso de arriba. Nada raro en la familia Vendetta. 


Nuestra familia, aunque ahora vivía en España, era naciente de un pueblo del norte de Turín, llamado Ivrea. Sólo pasé los tres primeros años de mi vida allí. A pesar de que mi hermano nació y se crió allí hasta los ocho años, estaba segura de que toda la familia echaba de menos aquel lugar más hogareño... 


Sé qué te estarás preguntando por la presencia de un padre, y no, no tengo ese perfil en mi vida, porque, según mi madre, él nos abandonó tras nacer yo. No nos afecta, pero los primeros años fuimos protagonistas de lástima y burlas. ¿Quién dice que se necesita un referente masculino cuando tú madre es ambos y has logrado salir sin traumas y con empoderamiento? Eso no significa que no desee haberlo conocido.

—Talia, ¿has visto mis gafas? —Morgan, mi madre, rompió el hilo de mis pensamientos. Se lo agradezco cada vez que lo hace.

—¿Has mirado si las llevas puestas? ¿En el frigorífico? ¿En el horno?

Amo a la señora que me dio la vida, pero la señora Vendetta era más despistada que un pirata que pierde el parche o la pata de palo cada dos horas.

La ayudé a buscar y al cabo de cinco minutos, Spencer y su fragante ego descendieron del piso de arriba con las gafas de mi madre en la mano.

—Las encontré, doña memoria Dori—dijo cariñosamente mientras se las ponía en la cabeza.

—Gracias pequeños míos por la ayuda —se palpó su pelo rojizo y ondulado a modo de confirmación de llevar las gafas puestas.

Sonó la puerta. Spencer abrió, con paso rápido, raro en él que solía relegar cualquier acto semejante a servidora.

—Talia, creo que un monstruo rosa viene a por ti y se ha equivocado de persona—informó con la voz algo entrecortada debido al abrazo que le estaban proporcionando.

—Calla, pedazo de gótico —le espetó y se apartó de él. Luego, pasó por su lado, sin rozarlo, hasta la cocina y anunció—: ¡Buenos días, familia hermosa!

Brooke es tan expresiva como predecible. Por eso el bastardo de mi hermano se le acercó por detrás y le sopló en el cuello, cosa que ella odia, para luego sentarse con nosotras a la mesa.

—¡Menos mal que estáis de vacaciones porque si no llegaríamos tarde a clase como siempre! —exclamó mi madre.

Estallamos a reír. No podía negarlo, sus meras presencias me habían hecho sentir completa desde el primer día.

Los escalones, cuyas tablas eran rojizas como un ocaso recién comenzado, retumbaban con el trote de nuestros pasos. Brooke y yo nos dirigimos a mi habitación, cuatro horas después de devorar la última tortita con sirope de fresa y vainilla. Mis favoritas. Al llegar a arriba no pude evitar fijarme en la puerta entornada de Spencer, era raro su descuido ya que amaba la intimidad incluso donde no la había. Él se encontraba hablando con alguien, —no, más bien susurraba—, en una conversación de la cual tan sólo logré escuchar las palabras «temprano», «aire» y «cementerio». ¿Qué estaría tramando? Odiaba aquel lugar por sus leyendas. Todo el mundo que vivía en Trasmoz evitaba ir al cementerio el Día de Todos los Santos, según se decía, estaba maldito. Sin duda, mi hermano iba a hacer algo desconocido y posiblemente peligroso.

—¿Vienes, pequeña lombriz? —dijo Brooke, una vez que llegó a mi habitación, sacándome de mis pensamientos.

No respondí su pregunta, anduve deprisa hasta introducirnos en la guarida amarillo pastel con dos estanterías repletas de películas fantásticas de estilo country y CDs de bandas como Manëskin o los Rollings Stone o Los Beatles. Los puff nos recibieron al acostarnos sobre ellos. La tarde se nos pasó volando entre cuestionarios sobre el Apocalipsis y consejos estilísticos. ¿Quién no quería sentirse natural y bonita para sí misma ante un momento definitivo? 
Esa noche, después de cenar pescado con puré de patatas, mi amiga sacó su pijama de ositos y, para cuando salí del cuarto de baño con el mío de aviones y flores, ya había informado a sus padres de que se quedaba a dormir en mi casa una semana. No sé cómo solía salirse con la suya con una facilidad casi aplastante. Antes de saludar al sueño, vislumbré una figura masculina y alta cerca de mi cuarto comprobando que realmente estábamos dormidas. Morgan, mi madre, no podía ser, así que debía ser mi hermano. ¿Por qué se preocupa de algo que no le incumbe y que no ha demostrado desde que alcancé los seis años? ¿Qué le pasaba? Con esas preguntas el cansancio acumulado de clases me venció.




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