El puente del 12 de octubre, para el cual mi instituto había cogido dos semanas por falta de personal y como excusa para no ver a los cinco gatos que quedábamos en Trasmoz, había acabado. Como cada año, no dieron explicación de las vacaciones improvisadas pero no hacía falta puesto que ya todos en Buddy High lo sabíamos. Era algo bastante habitual teniendo en cuenta que Trasmoz es un pueblo pequeño típico de película de terror. Las reformas que le hicieron en el pasado de mis abuelos le proporcionaron una mayor intimidad más acogedora, pero de noche sigue siendo una pesadilla: las luces de las farolas se apagan y encienden solas; la calzada se parte cada vez que llueve, y debemos pagar la reparación de nuestro bolsillo vacío; si alguien te roba o te secuestra, tú única preocupación será que las autoridades se enteren; la línea telefónica casi nunca funciona y el wifi admite Netflix pero no videollamadas de más de veinte minutos cada vez, lo que nos lleva a tener que gastar un montón de electricidad para poder repetirlas una y otra vez para poder acabar una conversación...
Brooke se acercó para darme la bienvenida al ruedo. Lo hizo con un abrazo que me supo un poco amargo. Algo no estaba bien, pero tenía miedo de preguntarle sobre qué asunto rondaba por su cabeza esta vez, para que estuviera tan apagada como un fuego violento apagado por los bomberos.
El huracán Brooklyn parecía haber cerrado por un tiempo.
Veo a Spencer hablar con Agus Beltrán, su compañero de clase. El chico no podía tener más piercings por su cuerpo: las orejas las tenía llenas de pendientes, llevaba dos en los labios y tres en cada ceja. Solía acercarme a él para meterme con sus gustos por las perforaciones antes de que Spencer si hiciera uno en la nariz, del cual acabó aburriendo de desinfectarlo cada día. Hoy día ya no lo lleva, aunque a mí me gustaba, le quedaba bien.
Mi hermano se alejó de él cuando me pilló mirándolo. Al llegar hasta mí, me pasó la mano por delante de la cara para comprobar que no me había quedado embobada mirando un punto fijo.
—¿Estás ya o te has ido a Roma, payasa? —dijo en tono frío. ¡A ver si se aclara! ¿Me quiere o me odia al punto de ignorarme? La semana anterior estuvo del todo atento conmigo, esa quería tirarlo por la ventana a pesar de ser jueves.
—Púdrete, Bastón de Caramelo amargo. —Rodé los ojos.
Un roce veloz en el hombro provocó que tirase todos los libros al suelo de una sentada.
Spencer se giró y le gritó al culpable que no me volviese a tocar, pero no me ayudó a recoger los pesados manuales de estudio, algo que sí que hizo Brooke que seguía a mi lado. Cuando me los devolvió se despidió; el idiota con mi sangre se marchó a su clase poco después. Al verme sola me dispuse a ir a la sala de profesores para dejar una autorización para ir a noséqué museo para los de último curso —y todo porque se le olvidó al niño amargado mayor de edad hacerlo por él mismo—, después fui a clase de Historia Clásica y Contemporáneo.
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—Y eso es todo, sabuesos de conocimiento, sois más libres que un saco volador.
Todos nos reímos al recoger nuestros materiales tras aquellas palabras del profesor más mayor de todo el instituto. El hombre tenía setenta y dos años y aseguraba que no se iba a jubilar porque estaba más sano que una lechuga recién cortada. Por supuesto, nosotros en cada evaluación al profesorado opinamos que lo necesitábamos para poder aprobar el curso, cuando la verdad era que se pasaba la clase dibujando batallitas en la molesta pizarra de tiza. Molesta porque siempre cogía una tiza amarilla nueva al entrar en el aula. «¡Todo por el bien de nuestros cerebros hambrientos!», solía asegurar, con una amplia sonrisa casi sin ninguna arruga y sus gafas de culo de vaso verdes, las cuales hacían juego con la gorra de pescador que le tapaba su larga e inexistente cabellera.
Aquel día caminé sola hasta casa. Spencer tenía el coche en el taller, y Agus lo llevaría a casa al terminar el trabajo que tenían que entregar antes de las doce menos un minuto de la noche. Brooklyn, por otro lado, se saltó las últimas tres horas de clase. No sabía nada de ella desde entonces, y sabía cuanto odiaba perderse clases; tampoco me mandó mensajes para decir que había ocurrido o para preguntar por los deberes del día siguiente.
—¿Y tú hermano? —me preguntó mi abuela al entrar y descargar la mochila en mi cuarto.
Le respondí que llegaría más tarde y salí de mi habitación. Joanna Garretti tenía la maldita costumbre de preguntar si uno de nosotros no aparecía. Como no era raro en ella, insatisfecha por la brevedad de mi respuesta, me siguió a la cocina cuando opté por echarme un vaso de agua y calentarme la comida que mamá nos había dejado antes de volver al trabajo. ¿Por qué tanto control? ¿Por qué siempre se preocupa más por nuestra salud que por la de nuestra madre? Esas dos preguntas junto con las que mi hermano ya había asumido y yo todavía no, muchas veces roían mis pensamientos día sí día también.
Cuando volvió al salón y se puso su novela ochentera triste en Netflix, llamé a Brooke. La primera vez que lo hice saltó el contestador, la segunda me lo cogió y se notaba muy enfadada.
—¿Qué ocurre? —pregunté, entre asustada y preocupada. Nunca me había hablado así.
—Nada —rebajó el tono.
—He visto que no has ido a clase, te llamo para decirte que no hay deberes aunque sí un trabajo que no te resultará difícil seguir porque es en grupo. Por cierto, vas conmigo.
—Genial... —bufó sin emoción. Me rasqué la frente.