Las lágrimas no cesaban, el dolor mucho menos. La traición palpitante por cada rincón de mi cuerpo.
Estaba muerto, es muy probable. Y yo soy la culpable. Él ya no regresará, jamás lo hará y todo por mi culpa. ¡Todo por mi puta culpa!
Caigo de rodillas al piso mientras un grito desgarrador sale sin permiso de mi garganta rompiendo cada cuerda vocal que puede existir en ella y poniendo en evidencia mi presencia fuera de ese cuarto maldito que tanto tiempo llamé hogar. Y es que ahora ya no era mi hogar, ya no era nada, ni siquiera mi refugio. Traicionando su comodidad que durante tantos años me brindó, también he traicionado la promesa de mi vida. Una vida que ya no merezco tener sabiendo que acabo de ponerle fin a otra, la vida de alguien que sí la merecía, de alguien que sí la necesitaba, de alguien con mucha mayor importancia que una estúpida niña ermitaña como yo.
Otro grito más amenaza con salir tan desgarradoramente como el primero, pero un peso considerable hace que mi espalda choque con el duro concreto de la calle. Una oscura silueta yace sobre mi cuerpo tembloroso, con su fría mano acallando mis gritos, dejándome casi sin respiración.
El miedo y la desesperación otra vez hacían de las suyas. Intento sacarlo de encima, que devuelva mi espacio personal y me deje ir, pero su cuerpo y su otra mano parecen cadenas que impiden la libre movilidad. Ni revolcándome cual loca, logré zafarme de alguno de sus agarres que contenían una fuerza desmesurada.
Desde mi punto era solo una silueta oscura de cuerpo grotesco pues, la luna llena justo a su espalda cubría su rostro con sombras permitiéndome distinguir únicamente su figura. Pero al darme cuenta por primera vez de sus ojos, otro miedo mucho más aterrador se hizo presente.
Ojos verdes, brillantes fluorescentes, me transmitían una frialdad tal que erizó hasta el más mínimo vello de mi cuerpo. El miedo que encendía mis alarmas para escapar, ahora más bien me paralizó en el justo momento en que sus ojos de reptil dieron con los míos. Ojos inhumanos, de animal despiadado. Nada más se podía apreciar de él, sólo su figura y esos ojos que poco a poco me fueron hipnotizando.
Como si de torbellinos se tratasen, me fui hundiendo en ellos perdiéndome en el remolino invisible pero atrayente. Era un tornado, meciéndome en círculos con fuerza abrumadora dejando mi cuerpo inerte.
Mis oídos sintieron una presión tan intensa que los obligaba a escuchar un pitido agudo que semejante a agujas, pinchaban mis tímpanos. Era un dolor insoportable, pero de mi boca ni un sonido de queja salió a flote. Los gritos que profesaba a la oscuridad hace apenas unos instantes ya no querían regresar, me ignoraban ferozmente por haber hecho uso de ellos sin considerar el desgarro de mi garganta. Sin embargo, aunque los hubiera podido obligar a salir, tampoco lo hubieran hecho, pues la verdadera razón por que se me mantenían ocultos se encontraba sobre mí, quieto con su mirada fija en mi ojos.
De pronto, ya no eran esas esferas verdes las que ocupaban mi vista, sino que una infinita oscuridad que fue tomando forma cual telón de teatro. No solo mi espalda había dado contra el concreto, sino también mi cabeza haciéndome caer en la plena inconsciencia.
***
Al levantar los pesados párpados de mis ojos que por alguna extraña razón escocían, observo con algo más de esfuerzo que días anteriores mi alrededor. Puerta cerrada, ropa tirada, piso un tanto sucio, televisor viejo y casi llegado al final de su servicio y ventanas ¿abiertas?
De improvisto una suave y cálida brisa da contra mi rostro, y más que calmarme, me asusta. Mis ojos, ambos tan abiertos como el tamaño de los platos miraban fijamente esa ventana. Había creído tenerla cerrada durante todo el día anterior y por la noche la mantuve de esa forma. A menos que alguien hubiera entrado a mi cuarto mientras dormía.
Un fuerte dolor estalló en la parte baja de mi cabeza, uno que logró que soltara un quejido y apretara cada músculo de mi cuerpo y cara. Sin pensarlo demasiado, llevo una mano al lugar de donde proviene tal dolor, y mi impresión crece al notar un espesor extraño entre mi cabello enmarañado.
Temblando, pongo la mano a la altura de mis ojos para saber de qué trata aquel liquido espeso y, ahogo un grito al dar cuenta de que se trataba de sangre, sangre aún tibia, pero a punto de comenzar a secar. Mi respiración se acelera reflejándose en las fuertes pulsaciones en la parte baja de mi cabeza. Trato de calmarme, pero me es imposible. Tengo miedo.
Sin importarme cuan herida esté o cuánta sangre hubiera perdido, me levanto de un salto y corro a cerrar los postigos de la ventana, encerrándome por completo en mi lugar seguro. Sí, mi lugar seguro.