「Demencia delirante」
Capítulo VI: Dímelo por favor.
«Si poseemos nuestro por qué de la vida, podemos soportar casi cualquier cómo.»
—Friedrich Nietzsche.
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Al abrir la puerta quedé sorprendido.
Pensé que el interior sería una pocilga como resultado del abandono que sufrió por años, pero de nueva cuenta subestime a mi madre; quien obviamente era la culpable de que todo luciera limpio, ordenado y lleno de muebles.
Como si nunca hubiera sido descuidado.
Me adentro con intención de inspeccionar y cuando doy el primer paso, escucho como un tablón de madera chilla bajo mi pie, regreso mi vista ese lugar, recordando una escena de mi niñez.
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—¡Arthy, Arly, ¡no corran, se van a caer!— Ignacio exclamaba preocupado hacia su hermanos.
Ellos parecían ignorarlo, estaban inmersos en una persecución divertida. El niño pretendía ser un monstruo que deseaba "devorar" a su adorada hermanita y gruñía como bestia (aunque más bien parecía un gatito enojado), moviendo sus manos como si fuesen garras, mientras que la niña gritaba entre risas sosteniendo a su muñeca en brazos.
—¡Arthy, Arly! —a hora era Miriam, su madre, la que llamaba a los infantes llegando desde las recámaras.
Absortos en sus persecución, los niños no se percataron que un tablón estaba ligeramente alzado. La primera en caer fue Arleth y enseguida su gemelo la acompañó cayendo encima de ella.
Se quejaron al mismo tiempo.
—¡Ah! —gritó adolorida la niña aún yacía abajo de su hermano.
—¡Auch! —chilló el infante, algo aturdido,
—¡Oh, santo cielo!—exclamó Miriam preocupada, acercándose a sus hijos menores—. ¡Por eso les dije que no corrieran!—regaño a viva voz.
Entre tanto, el hermano mayor de ambos fue más rápido ya que en ese momento se encontraba con los gemelos, separándolos y abrazándoles sin perder el tiempo.
—Ya, ya —trató de calmarlos acariciando sus espaldas en un abrazo—. Todo está bien, ustedes son niños muy fuertes —consoló dulce.
Miriam se dedicó a ver enternecida la escena, hasta el enojo se le había esfumado. Su primogénito era un excelente hermano mayor, y por lo visto, también podría ser un gran padre algún día.
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Una punzada azotó mi cabeza, por más tonto que sonase, pareciera que el recordar me lastimaba.
Respire hondo y fui a un sofá, me senté encorvado, tomando mi cabeza con ambas manos; sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral.
Si así me ponía con solo estar unos minutos en esta cabaña, no me imagino cómo sobreviviré toda una semana.
Temblé.
Mis manos vibraban sobre mis cabellos.
Oh, no.
Esto no me puede pasar justo ahora.
Inhalé y exhalé lo más que puede, luego empecé a contar, según lo que leí en internet hacerlo era una forma de calmar los nervios.
—A-ra-th—la voz odiosa del doctor Méndez canturreando inundó la sala.—Adivina quién...—estaba sosteniendo una caja al filo de la puerta, pero en cuanto vio cómo me encontraba la arrojó al suelo y corrió a socorreme.
Pasó mi brazo por su cuello para sostenerme y me llevo en dirección a una de las sillas en el comedor para que me pudiera sentar. Me tomó por las mejillas, acercando su cara a la mía, analizándome.
Su vista, llena de preocupación, me turbó.
En otras circunstancias lo hubiera alejado de inmediato, pero en este precioso instante solo podía intentar respirar con grandes bocanadas de aire.
De pronto, veo que saca una jeringa de su camisa y me inyectó con un líquido amarillo el brazo, haciendo recibieran aire otra vez.
Poco a poco mi respiración se normalizó, pasaron unos minutos, mas Méndez no dejaba de sostenerme el rostro.
—¡Aléjate, idiota! —le di un manotazo y exclamé levantándome del asiento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó abrumado, ignorando mi agresión.
—Sí... —divagué, esa pregunta podría abarcar muchas disyuntivas de mi estado. Si se trataba de mi respiración, sí, lo estaba; pero si se refería a mi estado mental...
—¿Quieres agua? —ofreció tratando de acercarse a mí e instintivamente di un paso atrás.
—No —sentencie dándome la vuelta—. ¿Qué...—toque el brazo donde me había inyectado, lo sentía adormecido—...me pusiste? —inquirí.
—Solo...un calmante —soltó despacio—. Tuviste una crisis nerviosa, tus vías respiratorias se obstruyeron—su tono de doctor barato hizo acto de presencia—, ¿qué te alteró? —cuestionó preocupado.
—Nada.
—No digas mentiras, debe existir una razón para que cayeras en ese estado. Esto es serio, si recordaste...—se detuvo, regresé a verlo y lo encontré a dos pasos de distancia, cabizbajo con los puños fuertemente cerrados y la quijada tensa.
Se veia impotente.
Algo en mi interior se revolvió, mi estómago dio un vuelco y las plantas de mis pies hormiguearon, ¿por qué este sentimiento me resultaba tan familiar?
El doctor Méndez se quedó inmóvil, rogando en silencio por una respuesta de mi parte.
No sabía que hacer, esto pasó de ser incómodo a...expectante.
Al final me decidí romper con esa aura extraña:
—Olvídalo, buscaré mi habitación —anuncie tomando mi maleta y pasando de él.
El doctor de quedó inmóvil y la verdad es que ya no quería saber nada más.
Camine por el pasillo lustroso, ¿cuál debia ser mi habitación?