No era bonito, claro que no. Era arte, la comodidad con esa persona. La manera en que los demonios internos se callaban y no molestaban, era lo que lo hacía arte.
El arte no tiene que ser pintura, no tiene que ser literatura, ni películas, ni nada de eso. De cualquier manera se puede hacer arte. Todos somos un lienzo, no en blanco ni nada, pero somos un lienzo, una hoja con palabras que falten. Y él a su manera lo era, ella también, pero ella está loca y rota.
Es de esa rotura horrible, que sentís que te desgarra para ver si se completa y así todo no lo logra. Es arte porque es ella, rota y loca. Es una colección de errores, de baja autoestima, de falta de amor propio, de todo lo horrible y hermoso que te podés imaginar.
Esa noche hacía mucho mucho frío, era de esas típicas noches de verano en las que el único aire que corría era algo helado, ella estaba de mangas largas y short, el solo la miraba sin decir nada. En los ojos de ella solo había tristeza, cansancio. La piba tenía 16 años y unos ojos de noventa. Ella no comentaba nada con él, esa sonrisa estaba cada día más apagada cuando aparecía y era menos frecuente. Era una bolita sin carácter, lo que sí cada día más flaca y era como si los kilos menos la hacían más triste, más rota.
Eran amigos, claramente. Pero, acá está el secreto. El se enamoró a lo tonto, lento y de golpe. Ella vivía callada, su cuerpo estaba presente en ese frío cordón de vereda, su cabeza quién sabe donde. El se sentó intentando romper el hielo, nunca sabía que hacer en esas situaciones, así que solamente la abrazó. Ella no se alejó, solo se apoyó en el hombro de él, intentando no pensar en nada, salvo que estaba la vocecita esa que le decía que en esa posición era gorda y serlo en su cabeza era el equivalente a ser horrible, una aberración, lo peor del mundo.
Ella lo miró, intentando acallar la voz de la inseguridad, en los ojos de él vio tanto y tanto, todo lo que quería en ese momento pero que no podía tener y en los ojos de ella, el veía todo lo que buscaba pero nunca se iba a animar a decirle.
En ese silencio de esa noche fría, ella se largó a llorar, el se asombró claro, que iba a hacer a las 11 de la noche con la piba que lloraba, pensó y pensó que carajo hacer, lo único brillante en su cabeza fue abrazarla, darle un beso en la sien, tocar con la pera esa oreja llena de aritos que le gustaba mucho.
Si te da paz, te da todo- Pensó ella- Aspiró el olor del buzo, no era olor a perfume, parecía jabón o algo así.
Te quiero tonta.
Ella no le contestó, solo lo abrazó un poquito más fuerte, si hablaba iba a llorar más, claramente le tenía cariño, pero: ¿cómo le tenés cariño a alguien cuando no te podes querer ni a vos misma?
Siguieron ahí un rato más, abrazados en la noche de verano más frías de su corta vida, donde el calor claramente no se iba a hacer presente. El se levantó, le estiró la mano para que se fueran de ahí. Ella le agarró la mano con fuerza, como si se estuviera agarrando a algo que posta le importaba. De la casa de ella los separaban unas pocas cuadras, cuando llegaron ella le dio un rápido beso en la mejilla y entró casi corriendo. El la miró bien mientras corría esos pocos metros desde la entrada hasta la puerta, adelgazaba mucho y a pasos agigantados. Pero las actitudes de ella lo confundían un montón, a ver, eran chicos de edad y ninguno de los dos sabía que hacer. El no sabía nada de la vida, ella sabía mucho de la autodestrucción.
Pero sus actitudes eran confusas, el no entendía nada o siempre entendió pocas cosas, pero ella era tremendo enigma que desafiaba la comprensión ajena.
Intentaba todo el tiempo algo que era en vano, sacársela de la cabeza, pero esos ojos tristes, esos dientes chuecos estaban ahí siempre, la quería obvio, pero le preocupaba horrores, ver que de a poquito se iba apagando era bastante feo.
Llegó a su casa, pensaba y pensaba que era eso por lo que estaba flaca, que era lo que la atormentaba. Lo único que el no sabía es que al entrar en la cabeza de alguien inseguro es casi imposible salir, la inseguridad, el autodesprecio te consumen y te vuelven igual. Son demonios internos, que nunca se van.
El en su casa, cenando como lobo hambriento, pensando en lo horrible que sería no comer por elección y también lo difícil, hacía memoria para acordarse cuando fue la última vez que la había vivsto comer.
Ella estaba en su casa, en su pieza, sin dormir, ni pensar en nada más que en lo gorda que supuestamente estaba, se miraba al espejo de manera obsesiva, veía sus rollos, su papada, todo eso que la hacía una asco, porque eso era, era un asco. Estaba sucia, rota y gorda. Pensaba que si bajaba todos los kilos que quería se iba a dejar de sentir sucia, pensaba que si se seguía rompiendo se iba a juntar.
Tenía las muñecas que le ardían, tenían sangre seca de hace unos minutos, sentía que cada corte le quemaba el brazo, el sacapuntas estaba ahí desarmado, seguro había perdido el tornillito, como el anterior y el de antes a ese.