Demons

30

Lo llevé directo a la enfermería. No iba a dejarlo ahí, en medio del comedor, con la sangre todavía fresca en la piel y la rabia a medio digerir.

La doctora estaba por marcharse. Tenía el bolso colgado al hombro y la llave en la mano, pero al vernos se detuvo sin pensarlo. Con rapidez nos explicó qué hacer, me dejó el botiquín sobre la camilla y se fue. No era grave, solo hacía falta desinfectar la herida.

Me quedé con Isaac y comencé a curarlo. Inicié por la mejilla, la que había recibido el golpe directo. Estaba enrojecida, inflamada. Se podía adivinar el dibujo de los nudillos que lo habían alcanzado sobre su piel.

—Perdón —murmuré, con el algodón empapado en alcohol entre los dedos, temblando apenas. Sabía muy bien que lo había hecho a propósito.

Él me miraba en silencio. Ni un reproche, ni un gesto.
—Quise sentarme contigo, pero lo que pasó en las escaleras me hizo enojar más —confesé, bajando la mirada—. Y lo que te dije... no fue justo. Lo solté sin pensar. Lo juro.

Apliqué con cuidado una tira adhesiva en la mejilla. Luego mis ojos se posaron en su boca, tenía una pequeña herida en la comisura y sangraba aún.

Tomé otro algodón, lo empapé con alcohol, y al intentar limpiarlo, se apartó un poco, instintivamente.

—No te muevas —le advertí, con firmeza pero sin dureza, sosteniendo el algodón en alto.

En ese momento, me sujetó de la cintura. No fue un movimiento brusco. Al contrario. Fue suave, como si buscara un ancla, algo que lo mantuviera ahí, presente, en calma.

Me detuve un segundo, solo para mirarlo. Y seguí.

—Listo —dije finalmente, esbozando una sonrisa pequeña mientras terminaba de colocarle el vendaje.

Hubo un momento en el que no dijimos nada. El silencio se estiró, hasta que él habló.

—Yo debí disculparme —dijo, con la voz algo baja.

—Entonces… olvidemos todo —le ofrecí, mirándolo a los ojos. Y en ese instante, deseé que fuera tan fácil como decirlo.

Justo entonces, un golpecito en la puerta rompió el momento.

La puerta se abrió con un leve chirrido.

—¿Interrumpo? —preguntó Harry, desde el marco, con una ceja alzada, apoyado despreocupadamente en el umbral.

—Sí —respondió Isaac, sin molestarse en mirarlo siquiera.

El ambiente se tensó de inmediato, como si una cuerda invisible se hubiera estirado entre los dos. Yo me quedé quieta, entre ambos, como si cada palabra dicha pudiera encender algo que apenas y conteníamos.

—Deberías agradecerle —le dije, seria—. Si no fuera por él, estarías en el suelo, inconsciente en medio del comedor.

Isaac apretó la mandíbula, pero no respondió de inmediato. Solo desvió la mirada, como si esas palabras lo tocaran más de lo que quería admitir.

—Te espero —dijo Harry, esbozando una media sonrisa.

—Ve a esperar sentado, Prescott —le soltó Isaac, con ese tono sarcástico, utilizándolo para ocultar su incomodidad.

Un silencio denso llenó la habitación. El tipo de silencio que no pide permiso para instalarse. Yo recogí lo que quedaba del botiquín, no porque lo necesitara, sino porque no sabía qué hacer con las manos.




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