17 años, eso era el tiempo que había pasado desde la última vez que lo había visto con vida, y aunque quizá para muchos ya se había quedado en el pasado, para mi no, aún quería hacer pagar a quien lo había arrebatado de mi vida cuando más necesitaba de él, quería que su muerte no quedara impune como la mayoría, quería justicia, eso quería.
Había pasado mi vida entera preguntándome cómo hubiera sido mi vida si él jamás hubiera salido aquella tarde, si se hubiera quedado en casa viendo películas conmigo, o si simplemente no hubiera ido a aquel lugar del que nunca volvió. Pero eran preguntas sin respuesta, yo lo había perdido, él no había estado en mi primera comunión, en mi confirmación, en mis 15 años, ni en mi graduación de bachiller, no, y todo por una bala, solo una, que me quitó lo que más amaba en la vida, y era por eso, y solo por eso, que iba a hacer que quien lo hubiera hecho pagara, aun cuando pasara mi vida entera buscando al culpable, lo iba a encontrar e iba a pagar por el daño que me había hecho.
16 años antes...
-¡Goooooool!- grité entusiasmada mientras saltaba de la felicidad.
Papá sólo sonreía, con la misma sonrisa que alegraba todos mis días, mientras me regalaba aquella expresión que me parecía tan graciosa, en la que me decía sin palabras que se sentía orgulloso de mí. Él, un hombre de unos 1.70 de estatura y de contextura gruesa, su cabello negro, como el mío, sus ojos eran de una café lo bastante oscuro como para confundirse con el negro; a mí me encantaban, también portaba un bigote que llevaba desde que lo recuerdo, e incluso, se lo pintaba de vez en cuando, pero aparte de eso, poseía una forma de ser increíble, parecía de otro mundo; siempre andaba por ahí tratando de ayudar a todos, y con su alegría, hacía que donde llegara fuera bien recibido, simplemente era el mejor del mundo, podría decir que todos le querían, era algo que le admiraba, eso, y que sabía controlar cada uno de sus sentimientos, él podía estar al borde de colapsar de la ira, y aun así era capaz de sonreír y hacer como si nada, nunca lo había visto enojado, ni mucho menos tratando mal a alguien, era mi ejemplo a seguir.
Era domingo en la tarde y nosotros estábamos jugando fútbol, lo hacíamos cada fin de semana, supongo que, como todo hombre, siempre quiso tener un hijo varón con quien jugar a esto, pero, como no lo había tenido, la vida le había dado una hija a la que le encantaba hacerlo.
Sabía lo mucho que él lo apreciaba, por eso lo hacía, porque me encantaba verle sonreír mientras jugábamos en la sala de la casa, con un balón más grande que yo, y aunque para muchos ese no era el deporte que una niña debía practicar, lo hacíamos, sin importarnos nada, éramos el mejor equipo.
-¿Vamos por un helado, campeona?- Preguntó mientras tomaba a aquel gigante balón en sus manos y se acercaba a mí.
-Sí- contesté.
Esto era nuestro día a día, estoy segura de que me dejaba ganar tan sólo para verme sonreír, o quizá, solo porque él también amaba el helado y quería una excusa para que fuéramos por uno, quien sabe, lo único cierto es que yo era la niña más feliz del mundo.
Ese día salimos de casa en busca de nuestro helado, el sol se encontraba en su máximo resplandor y calentaba de una forma inexplicable, las calles estaban llenas de gente, nuestros vecinos también eran de los que salían a divertirse en familia los fines de semana, yo sólo les observaba y me alegraba de que yo también pudiera verme así o aún más feliz de lo que ellos parecían; mientras caminábamos papá se fue saludando a todas las personas del barrio y todos le decían: "Que grande está la niña", esas eran las palabras que siempre se les ocurría decir, y la verdad yo no entendía por qué, pues todos ellos me habían visto el fin de semana pasado, no creo que hubiera crecido mucho en siete días, pero así eran ellos y no podía hacer nada para cambiarlos, al menos, eso era lo que me había enseñado mi papá, a entender que todos somos diferentes.
-Buenas tardes, nos da lo de siempre por favor.- Dijo él mientras le entregaba el dinero correspondiente a la cajera, quien ya nos conocía por venir cada fin de semana por lo mismo, dos helados de brownie.
Yo me senté en la misma mesa de siempre, parecía como si todos supieran que era nuestra, pues era la que permanentemente se encontraba vacía, y nosotros la habíamos denominado "nuestra mesa", uno, porque nunca encontrábamos otra libre, y segundo porque de allí podíamos observar al sol ocultarse entre las casas que se veían al frente, éramos fans de los atardeceres.
La chica le dio los helados a mi papá y él los llevó hasta el lugar donde estaba sentada, y como siempre, venía sonriendo, de oreja a oreja, más emocionado que yo, claro estaba, por comer helado. Me encantaba pasar tiempo con él, era algo que no cambiaba por nada del mundo, me daba tranquilidad y paz, y me hacía sentir la niña más afortunada, porque de todos los papás del universo, a mí me había tocado el mejor.
El día se pasó, y con él, se terminó el fin de semana, papá debía volver a trabajar y yo a estudiar, así que mientras no volviera el fin de semana, no habrían más partidos de fútbol, sin embargo, jugábamos a la cocinera y también a las muñecas, si, también jugábamos a eso, él era mi amigo y mi amiga a la vez.
Los días de semana no eran tan pesados realmente, tenía una amiga que la mayoría de veces estaba conmigo, nos habíamos conocido cuando a penas y podíamos hablar, y desde eso, ella había permanecido junto a mí, como si más que una amistad tuviéramos un lazo familiar, su nombre, Marilú, aunque la mayoría le llamábamos Lú; su cabello era rubio y ondulado, sus ojos color gris, aunque a veces se podían percibir como verdes, su color dependía del sol, le quería demasiado, manteníamos muy juntas, incluso a veces solían pensar que éramos hermanas, otra de las cosas que no entendía pues no nos parecíamos en nada, ella era blanca como las nubes, mientras que yo si era más quemadita, y con un cabello igual de negro que el de papá, no nos parecíamos en nada.