Pablo revisaba su teléfono compulsivamente. La cita con Laura estaba marcada en su mente desde hacía semanas. Ambos habían acordado verse después de años de distancia, en el bar donde todo había comenzado. Desde que ella se mudó a otra ciudad, las cosas se habían enfriado entre ellos, pero nunca dejaron de estar presentes en la vida del otro, aunque fuera en la distancia, a través de mensajes esporádicos y llamadas breves.
Laura, por su parte, estaba nerviosa. El día del encuentro, mientras se preparaba para salir, su teléfono sonó. Era una llamada que no esperaba, una emergencia familiar que la obligó a cancelar la cita en el último minuto. “Lo siento, no puedo llegar”, escribió rápidamente en un mensaje. No quería dar demasiadas explicaciones, sabiendo que Pablo entendería.
Pero Pablo, sentado en el bar, miró el mensaje y decidió no responder. Algo dentro de él se rompió. Durante años, había guardado la esperanza de que algún día podrían volver a estar juntos, de que ese reencuentro sería el primer paso hacia algo nuevo. Pero ahora, sentado solo en el lugar que guardaba tantos recuerdos, sintió que tal vez había estado esperando en vano. Se levantó y se fue, convencido de que si a Laura realmente le importaba, habría encontrado la manera de estar allí.
Laura llegó a casa agotada por la situación familiar, sin revisar su teléfono hasta mucho más tarde. Vio el mensaje sin respuesta de Pablo y sintió una punzada de culpa. Quiso llamarlo, explicarle lo que había pasado, pero algo la detuvo. Tal vez era demasiado tarde, pensó. Tal vez, después de tantos años, era mejor dejar las cosas como estaban.
Pasaron los días, y ambos intentaron retomar el contacto varias veces, pero ya nada fue lo mismo. Había algo irremediablemente roto entre ellos, una conexión que se había perdido con esa llamada no contestada, ese mensaje no leído a tiempo. Ambos se siguieron preguntando, en silencio, qué hubiera pasado si las circunstancias hubieran sido diferentes. Pero el destino ya había decidido que ese desencuentro sería definitivo.