Castillo de Dunstaffnage (Escocia), Agosto de 1314
Habían pasado unos meses desde que, el 24 de junio, Robert de Bruce,
liderando el ejército escocés junto a los jefes de los principales clanes de
Escocia, había salido victorioso en la batalla de Bannockburn.
En un principio, Robert de Bruce pensó firmar un tratado de paz con el rey
inglés, Eduardo II. Pero, tras ver fallida esta opción, los escoceses, aun siendo
menor en número que los ingleses, cargaron contra el ejército enemigo y
salieron victoriosos.
Nadie olvidaría aquel día en que el rey Eduardo II llegó acompañado por
infinidad de caballeros, arqueros, lanceros y algunos escoceses contrarios a las
ideas de Robert de Bruce, la gran may oría del clan McDougall, que no era muy
numeroso, pero sí lo suficiente para dañar y crear la discordia entre las gentes de
su propio clan. Mientras, el ejército de Robert de Bruce sólo se componía de
valientes guerreros bien entrenados, unos cuantos a caballo y cientos de
voluntarios sin entrenar, pero con ansias y ganas de luchar.
El primer día de batalla, Henry de Bohun, caballero del rey Eduardo II,
creyéndose superior a Robert de Bruce, provocó una lucha lanza en mano al
estilo de los torneos. Robert, que no se amilanaba ante nadie, aceptó tal reto
exponiendo su vida, pero tras un corto combate Henry de Bohun acabó muerto
por un hachazo en la cabeza, mientras Bruce sólo se lamentaba por haber roto el
mango de su hacha, ante sus amigos y fieles seguidores Duncan y Niall McRae y
Lolach McKenna.
El segundo día, el rey Eduardo II, enloquecido de rabia por la anterior
victoria, ordenó al conde de Gloucester cargar contra los salvajes escoceses.
Pero de nuevo la suerte estuvo del lado escocés. Robert de Bruce volvió a
demostrarle que, aunque sus fuerzas militares eran inferiores en número, tenían
mucho más talento. Y ayudado por Duncan y Niall McRae y Lolach McKenna,
entre otros, emboscada tras emboscada, empalaron a miles de lanceros ingleses
junto al conde de Gloucester.
Desesperados, los ingleses huyeron perseguidos por la infantería escocesa
liderada por Axel McDougall, que junto a otros luchó sin piedad hasta conseguir
lo que buscaban: la independencia de Escocia.
Tras aquel nuevo desastre y sintiendo que no podrían conseguir amilanar a
aquellos valientes escoceses, las tropas inglesas —en buena parte integradas por
highlanders— ayudaron al rey Eduardo II a huir al galope del campo de batalla.
Llegó hasta Duchar, donde tomó un barco que le llevó de vuelta a su amada
Inglaterra.
Los meses pasaron, pero los clamores de la batalla continuaban muy vivos.
Por los distintos caminos y montañas de Escocia se podía ver a muchos valerosos escoceses regresando a sus hogares, de los que marcharon sintiéndose hijos
oprimidos de Inglaterra y a los que volvían siendo hombres libres de Escocia.
En el castillo de Dunstaffnage, propiedad del clan McDougall, tras el regreso
del valeroso laird Axel McDougall, se estaba preparando una boda. Para Axel no
había sido fácil aquella guerra. Tuvo que luchar contra gente de su propio clan y,
aunque por ocultos antecedentes familiares la sangre inglesa corriese por sus
venas, si algo tenía claro es que era escocés.
Nunca olvidaría el dolor en el pecho que sintió cuando vio los cuerpos de sus
primos Lelah y Ewan despedazados en el campo de batalla. Pero, tras la
amargura del combate, le aguardaban días de gloria y tranquilidad. Por ello, tras
volver de Bannockburn, formalizó su boda con Alana McKenna, una jovencita
que años atrás le había robado el corazón.
El castillo de Dunstaffnage comenzaba a llenarse de guerreros venidos de
otros clanes. Axel, desde las almenas de su castillo, observaba cómo un grupo de
unos treinta hombres se acercaba a caballo. Sonrió al reconocer a su buen amigo
Duncan McRae, un temible e inigualable guerrero, al que apodaban El Halcón
por su intimidatoria mirada verde y su rictus de seriedad. Se decía que cuando El
Halcón fijaba su mirada en ti, sólo era por dos razones: o porque ibas a morir, o
para sonsacarte información.
A su paso, las mujeres más osadas le miraban con deseo y ardor. Toda
Escocia conocía su fama de mujeriego, compartida junto a su hermano Niall y
su íntimo amigo Lolach. Duncan era un highlander de casi dos metros, de cabello
castaño con reflejos dorados, cutis bronceado y ojos verdes como los prados de
su amada Escocia. A sus treinta y un años poseía una envergadura musculosa e
impresionante, gracias al entrenamiento diario y a las luchas vividas.
Con Duncan cabalgaba su hermano Niall, un joven valiente, aunque de
carácter distinto. Mientras que el primero era serio y reservado, el segundo
frecuentaba la broma y lucía una perpetua sonrisa en la boca.
Lolach McKenna, amigo de la infancia de los hermanos McRae, residía en el
castillo de Urquhart, junto al lago Ness. El temperamento de Lolach resultaba
agradable y conciliador, y, al igual que el resto, era un hombre de aspecto
imponente, poseedor de unos ojos de un azul tan intenso que las mujeres caían
rendidas a sus pies.
—¿Quiénes son? —preguntó Gillian, una preciosidad rubia, mientras fruncía
los ojos para distinguirles.
—Duncan y Niall McRae, Lolach McKenna y sus guerreros. Les invité a mi
boda —respondió Axel mirando con adoración a su hermana.
—Oh… Niall McRae —suspiró mirando hacia los guerreros que entraban en
ese momento por la arcada externa del castillo—. Deberías habernos avisado de
que El Halcón y su hermano venían.
—Tranquila, hermanita —sonrió al escucharla—. Son tan peligrosos para ti como lo soy yo.
—Si tú lo dices… —sonrió al escuchar a su hermano.
Gillian estaba encantada de volver a tener a Axel a su lado. Atrás quedaron
los tiempos en los que temía que cualquiera de su clan quisiera matarlo por no
seguir al rey Eduardo II.
—Axel, ¿crees que este vestido es lo suficientemente elegante para tu boda?
—preguntó girando ante la mirada divertida de él.
—Tu belleza lo eclipsa, Gillian. Creo que conseguirás que los hombres se
desplomen a tu paso; por lo tanto, ten cuidado, no quiero tener que usar mi espada
el día de mi boda.
Desde que había cumplido dieciocho años, Gillian era consciente de la
reacción que despertaba en los hombres y eso le producía un enorme placer.
En ese instante, los cascos de los caballos retumbaron contra las piedras del
suelo a la entrada del castillo. El poderío y la fuerza de esos guerreros hicieron
que todos los allí presentes dejaran sus labores para mirarlos con admiración y
temor.
—Voy a recibir a mis invitados. Avisa a Alana, le gustará saludarles —dijo
Axel besando a su hermana.
En pocos instantes llegó hasta la gran arcada de entrada. Allí pudo ver una vez
más cómo la gente bajaba la mirada al paso de Duncan, cosa que le provocó
risa.
Al ver a su amigo Axel, Duncan levantó la mano a modo de saludo y, dando
un salto, bajó de su semental Dark y estrechó a su amigo en un fuerte y emotivo
abrazo.
—¡McDougall! —bramó Lolach McKenna con una amplia sonrisa—. Tus
gentes parecen asustadas a nuestro paso.
—En cuanto os tengan aquí un par de días, os perderán el miedo —respondió
Axel.
—Aquí nos tienes. Dispuestos a asistir a tu boda —sonrió Duncan al pelirrojo
Axel—. ¿Dónde está esa futura señora de tu hogar?
—Aquí —respondió Alana, que desde su ventana había visto llegar a los
guerreros polvorientos, y corrió para saludarles.
—¿Vos, milady? —observó Duncan a la extraordinaria mujer de ojos verdes,
pelo claro y sonrisa tranquilizadora que se erguía ante él.
—Te lo dije, Alana —murmuró Lolach besándole la mano—. Indiqué hace
años que tu belleza sería un peligro para algún incauto.
—Encantada de volver a verte, primo —saludó a Lolach.
—¿Sois la pequeña Alana? —preguntó Niall acercándose al grupo.
—Sí —sonrió la muchacha mirando a Axel, su prometido.
—¿Ahora entiendes por qué quería formalizar rápidamente este enlace? —
musitó asiéndola por la cintura.