“Nunca llegamos a imaginar cuánto cambia nuestro entorno cuando se ve cubierto por una capa oscura de frialdad”
Catherine Halm
11 de enero de 2016
La parada del autobús está medianamente cerca de mi casa, a unos tres minutos si caminabas rápido pero, aún así, jamás me había visto en la necesidad de utilizarla. Elizabeth y yo hemos estado juntas desde siempre y al sus padres regalarle un coche a los dieciséis, desde entonces ha venido a recogerme para ir al instituto. Ahora que ella se encuentra de viaje y mi moto ha sido confiscada por mi madre, me veo obligada a subir al único tétrico y solitario autobús del pueblo.
En este momento el vehículo para ante mí y abre sus puertas con un estridente sonido. Pat, el conductor, me saluda con una inclinación de cabeza a través de sus inservibles gafas de sol. Sigo sin comprender por qué la gente se empeña en utilizarlas cuando estamos en pleno mes de enero.
Subo los escalones del vehículo y camino a través del pasillo hasta llegar al final. Siempre me han gustado los lugares tranquilos útiles para evadirme
Sentada en el fondo y con los auriculares puestos, observo el paisaje blanco a través de la ventana trasera. Nunca entendí porqué nos mudamos a una zona tan apartada cuando el hospital donde trabaja mi madre se encuentra a media hora en coche, pero supongo que ella se ve tan atraída por la tranquilidad como yo. Es bastante comprensible si te pasas la mayor parte de tu vida entre las paredes blancas de un hospital.
El autobús avanza, internándose por las calles flanqueadas por pintorescos edificios hasta que aparece la fachada del instituto. Es entonces cuando se detiene a unas calles antes del mismo, a cuatro manzanas de mi destino. Bajo con prisas, mirando el reloj de muñeca cada cierto tiempo para asegurarme de que no llego tarde.
El instituto en sí no es mucho más grande que los demás edificios del pueblo. De hecho es un armazón de ladrillo, rectangular, que da cabida a menos de doscientos estudiantes. No es como se describe en las típicas películas americanas donde siempre hay sol y estudiantes sentados en un bien cortado césped o en mesas de picnic. No, aquí está todo cubierto de nieve sino de tierra, llueve más de la mitad del año y hay un solitario banco en la entrada del aparcamiento.
Llego más temprano de lo habitual por lo que aprovecho y entro a secretaría a hacer unas fotocopias para la clase de Historia. La estancia es algo más grande que mi habitación, con paredes de colores neutros y una maceta con una orquídea en el mostrador de roble. La mujer detrás de él me dedica una sonrisa y con un gesto con la mano me indica que espere mientras atiende a un chico evidentemente nuevo. Todos aquí nos conocemos y es imposible que alguien tan alto haya pasado desapercibido. Espero pacientemente mi turno mientras pienso en lo solitario que será esta semana sin Beth.
—¿Catherine?
La voz de la mujer me saca de mis pensamientos. Ésta y el chico que estaba atendiendo me miran fijamente. Incómoda me remuevo en mi sitio, mientras la mujer me entrega los folios sobre la Primera Guerra Mundial. Estoy a punto de salir por la puerta cuando vuelvo a escucharla hablar.
—Catherine, hazme el favor y enséñale a Alexander el instituto.
Asiento con la cabeza y miro al chico por primera vez a la cara. Es rubio, con unas gafas rectangulares sobre unos ojos color avellana. Cuando le digo que me siga, lo hace tímidamente. Avanzamos por los pasillos, ahora llenos, en silencio. Le miro de reojo mientras él tiene su vista clavada en el suelo.
—Catherine — me aclaro la garganta — pero me puedes llamar Cath.
Él me mira unos segundos sin entender hasta que ve mi mano extendida hacia su dirección. Me dedica una pequeña y cálida sonrisa y acepta mi saludo.
—Yo soy Alec, un gusto conocerte Cath.
Gracias a que hoy llegué temprano, tengo tiempo suficiente para enseñarle a Alec el instituto, lo cual no es mucho. Sólo cuenta con una biblioteca, una pequeña piscina reservada para el equipo de natación, las aulas y la cafetería. El pabellón es lo último que le muestro y al parecer, a pesar de no tener mucha pinta de deportista, se ve bastante interesado en el baloncesto. Aunque no debería sorprenderme ya que tiene que medir más de un metro noventa.
Media hora más tarde le acompaño hasta la puerta de Química con la promesa de comer juntos en la cafetería más tarde. Al parecer no voy a estar tan sola estos días sin Beth.
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Diez minutos y la manecilla del reloj cada vez va más lenta. Me parece increíble que lleve prácticamente la clase entera mirando fijamente la calva del Sr. Enix. Creo que es algo que tengo en automático, cuando mis pensamientos empiezan a desvariar giro mi cabeza inconscientemente hasta donde se encuentra el profesor. Es algún tipo de autodefensa para que no me pillen en clase.