Loya descubre que alguien en el Círculo ha jurado matarla antes de que alcance el poder. La primera prueba se adelanta: sobrevivir a un intento de asesinato donde no podrá confiar ni en su sombra. La noche cayó sobre el Santuario como un telón negro sin estrellas. A lo lejos, el mar golpeaba los acantilados con furia contenida, como si supiera que algo estaba a punto de desatarse. Loya no había podido dormir. El eco de las palabras de Arián martilleaban en su mente: “No confíes en nadie. Ni siquiera en tu reflejo.” Desde su llegada, cada gesto amable escondía una intención torcida. Cada mirada prolongada parecía medirla, sopesarla, juzgar si merecía o no vivir. En su pecho aún ardía la conversación con su madre. Ilena Darbón, la mujer que le dio la vida, también parecía dispuesta a quitársela si con ello protegía los intereses del Círculo. A media noche, Loya se levantó de la cama, el cuerpo tenso como cuerda de violín. Había algo en el ambiente. Un silencio que no era natural. Una quietud que no presagiaba descanso, sino muerte. Se vistió rápidamente, tomando la daga que Arián le había entregado en secreto horas antes. No confiaba en él, pero confiaba menos en estar desarmada. Cuando salió al pasillo, la vio: una sombra se deslizaba junto a la pared. Ágil. Precisa. Con una intención inequívoca. Asesinato. Loya se pegó contra la piedra fría, conteniendo la respiración. El intruso giró la cabeza, como si hubiera olido su presencia. Llevaba una capucha oscura, y de su cintura colgaba un cuchillo curvo, cubierto por símbolos de sangre seca. No es una advertencia. Viene a matarme. Loya apretó los dientes. Ya no era una niña indefensa. No más. Saltó sobre la figura con un grito ahogado, la daga al frente. El choque fue brutal, seco. Ambos cayeron al suelo enredados, rodando por el pasillo. —¡¿Quién te envió?! —gruñó Loya mientras esquivaba el filo del cuchillo enemigo por milímetros. El asesino no respondió. En cambio, deslizó su arma hacia su garganta, rozándola. Pero Loya lo detuvo con una rodilla en el abdomen y una estocada que le atravesó el hombro. El encapuchado gritó. Por primera vez, pareció humano. —¡Habla! —le exigió, colocándole la daga en el cuello—. ¡Ahora! La capucha cayó al suelo. Y el mundo de Loya se congeló. Era Nerea. Su supuesta aliada. La aprendiz que le había mostrado las habitaciones. La que le ofrecía té cada mañana con una sonrisa rota. —¿Por qué? —preguntó Loya, el corazón latiendo con furia y decepción. Nerea escupió sangre antes de murmurar: —Porque... no eres digna. Porque todos hemos jurado lealtad a tu madre... no a ti. Arián llegó instantes después, su rostro sombrío, los ojos clavados en la escena. Sin decir palabra, la tomó del brazo y la arrastró fuera del pasillo ensangrentado. —Este fue solo el primero —dijo—. Vendrán más. Siempre hay más. —¿Mi madre sabía? —preguntó Loya, sin apartar la mirada del cuerpo inerte. —Ella no necesita saberlo. Solo lo permite. Al día siguiente, el Consejo del Círculo fue convocado. Nerea fue arrastrada ante ellos, aún viva, pero apenas. Ilena no mostró sorpresa. Ni ira. Solo una mirada vacía. —La traición tiene precio —dijo—. Pero también la debilidad. El ambiente estaba cargado. Los ancianos murmuraban, los aprendices evitaban mirar a Loya. En sus ojos ya no había duda: la joven que llegó como una desconocida ahora tenía nombre. Y sangre. Cuando el juicio terminó, Ilena se volvió hacia su hija. —Has sobrevivido tu primera prueba. ¿Estás lista para la segunda? Loya la miró fijamente, la daga aún manchada en su mano. —No quiero sobrevivir. Quiero vencer. La sala quedó en silencio. Nadie osaba contradecir aquella declaración. No era una súplica. Era una promesa. Aquella noche, Arián la llevó a la Sala de las Voces, un lugar donde los miembros del Círculo acudían para oír los ecos del pasado. Un santuario hecho de piedra y memorias. —Aquí se forjan los herederos —dijo él—. Pero también los monstruos. Loya se sentó en el centro del círculo tallado en el suelo. Alrededor, figuras fantasmales de antiguos líderes del Círculo susurraban palabras en lenguas perdidas. Una de las voces habló más fuerte que las otras: —“El poder es soledad. ¿Lo aceptarás?” Loya cerró los ojos. Y recordó el cuchillo. La traición. El silencio de su madre. —Sí —respondió en voz alta—. Estoy lista para quedarme sola. Si con eso destruyo a quienes intentaron destruirme. Cuando salió, sus ojos ya no temblaban. En los pasillos del Círculo, su nombre comenzaba a expandirse. Loya Villalba. La heredera. La que sobrevive. La que golpea primero. Y en los rincones más oscuros del Santuario, las sombras susurraban un nuevo nombre. La Cuervo de Sangre.
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misterio, romance oscuro y traición familiar, herencia secreta y lucha de poder
Editado: 19.05.2025