Despertar

3. Conocer

La noche transcurre con tranquilidad. Estoy sentada en el medio de mi cama, sin arropar, con las piernas encogidas y la espalda apoyada en la pared. No puedo verme, pero sé que tengo la mirada perdida hacia la ventana, mirando a ninguna parte. Antes, le pedí a mi madre que tirara todo cuanto había en mi habitación. Todo. Ahora, lo único que queda es la cama con sábanas nuevas, el escritorio vacío, el armario hueco y la lámpara de noche. Mientras lo hacía, mi madre no paraba de llorar. Siento mi frialdad por no compartir sus lágrimas, pero yo ya no soy la que antes dormía aquí, murió el día del accidente. Sus objetos personales ya no me pertenecen. Su vida no puedo vivirla, ya no soy, nunca más. 

No puedo dormir, no quiero dormir. No quiero volver a cerrar mis ojos. Tengo miedo de volver a quedarme dormida, de no volver a despertar. No pienso dormir. No. Espero paciente el amanecer, para tener una razón más por la que estar despierta. Mi madre duerme en la habitación de al lado, eso me tranquiliza. Me invitó a dormir con ella esta noche; rechacé su oferta. Y se fue sollozando.

Sabe que ha perdido a su hija, tal vez para siempre.

Ahora estoy sola. Me gusta esta soledad. Siento si he defraudado a alguien. Soy lo que soy. Quizá algún día recupere toda mi memoria y vuelva a ser la misma. 

A lo largo del día, mi madre me ha ido contando cosas de mi vida que debería saber. Pero no se ha excedido demasiado, no debe saturarme mucho la cabeza. Al parecer tengo un padre, más bien tenía. Mi madre, es madre soltera, su nombre es Aurora. Mi padre ni siquiera se preocupó por mí cuando estuve en coma, así que ni me molesté en saber su nombre. Ya demostró que yo nunca le he importado nada. Tampoco tengo hermanos. Soy hija única. Vivo con mi madre en un piso en el centro de Cáceres, una ciudad pequeña y muy común. Voy al instituto, curso primero de bachillerato de ciencias (aunque no acabo de comprender qué es exactamente eso). Iré a ese lugar en pocos días, no me apetece en absoluto, pero parece que es necesario. Aunque antes he de descansar en casa. Pero poco voy a descansar sin dormir. Parece que ya no le encuentro sentido a la vida, a esta mi vida y dejo pasar el tiempo, impasible, esperando pacientemente el final de este macabro sueño.

Amanece. No me he movido en toda la noche, se me han dormido las piernas. No me importa. Oigo de levantarse a mi madre, camina por el pasillo hacia mi habitación. Abre la puerta.

—¿Ya estás despierta?

—No llegué a dormirme.

—¿Has estado en vela toda la noche?

—Sí.

Mi madre guarda silencio. Está preocupada, lo sé. No sabe qué hacer ni qué decir. Pierdo su mirada pero yo no me muevo.  No puedo ser así con ella, está sufriendo por mi culpa. Sin embargo, no llego a empatizar con ella. No puedo volver a ser la de antes.

—¿Qué tal has dormido? —rompo el silencio.

En una fracción de segundo se le ilumina la cara, me vuelve a mirar, ahora esperanzada de que yo haya tenido unas palabras amables. Sorbe por la nariz, está al borde del llanto. Otra vez.

—Bien... Algo preocupada por ti —responde.

Silencio.

—¿Quieres... desayunar?

Recuerdo que el desayuno era la comida de la mañana, tal vez me gustase o no. Asiento lentamente con la cabeza. Mi madre ya no sabe qué hacer para hacerme sonreír. Para verme feliz. Pero yo no soy feliz ahora. Habrá que esperar.

~***~

Aunque tenga amnesia, creo que jamás había visto un desayuno como este. Tortitas con caramelo, una taza de chocolate, zumo de naranja, huevos con bacon, tostadas con mermelada e incluso churros que había comprado mi madre en la churrería de nuestra calle. Ella está sentada delante de mí, expectante.

—¿Tú no comes? —pregunto.

—Luego me tomo un café, come tú todo lo que quieras —dice con una sonrisa forzada.

Vacilante, cojo un tostada de las cuatro que hay y empiezo a untarla con mermelada de fresa bajo la atenta mirada de mi madre. La muerdo y mastico despacio. Tengo mucha hambre. Está muy rica, dorada, y la mermelada es suave. Sin embrago, yo no estoy tranquila con mi madre sin quitarme el ojo de encima. Entonces, aparto la tostada de mis labios y se la ofrezco a ella. La rechaza, pero yo la acerco a su boca. Finalmente la muerde. Mastica con más ganas que yo. Y da otro mordisco, con los ojos llenos de agradecimiento. Lentamente, las lágrimas rondan por sus mejillas sin dejar de comer, sin dejar de mirarme. Ella está más hambrienta que yo, lo ha estado durante todo este tiempo. Está escuálida y tiene unas ojeras profundas. Seguro que antes de mi coma no estaba así. Cuando termina la tostada, repito el proceso con un churro, esta vez mojado en chocolate. Yo también como, pero menos; y, aún así, ella no se lanza al desayuno, prefiere que se lo dé yo. Al final, acaba ella comiendo más que yo. Y así transcurre la mañana, dando de comer a mi madre sin dejar de llorar en silencio. Como si nuestros papeles se hubiesen cambiado, yo impasible sin dejar de darle de comer y ella llorando mientras se deleitaba con mi rostro, después de tanto tiempo dormido. Por fin, volvemos a estar juntas.



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En el texto hay: bullying, adolecente

Editado: 12.03.2018

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