Despertares: La tempestad latente

1. EL CUENTO DE SIEMPRE

En un tranquilo vecindario, recibían el nuevo día. Algunas personas sacaban la basura de sus hogares, otras desayunaban apresuradamente para llegar a tiempo a sus trabajos, mientras niños y niñas corrían para no perder el autobús escolar. Pero Armin no. Armin seguía acostado en su cama, se movía agitado de un lado a otro. De pronto, se incorporó con los ojos abiertos como platos, el cuerpo bañado en una fría transpiración. La pesadilla recurrente había sido la culpable una vez más.

Le palpitaba la cabeza, igual que en las anteriores ocasiones. No era de extrañar que su rendimiento académico estuviera por debajo del promedio. La falta de sueño lo descontrolaba por completo.

—¡Armin, ya baja, se te hizo muy tarde! —gritó su madre desde la planta baja. Ya lo había llamado hacía más de una hora, mientras él permanecía atrapado en las entrañas de la pesadilla.

—¡Ya voy! ¡Cinco minutos! —respondió el joven con voz adormilada.

Debía darse prisa para no meterse en problemas en su primer día de clases. Aún sentía punzadas en las sienes, pero no lo impedirían levantarse de la cama. La escuela era el último lugar al que deseaba asistir. Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados y no había esperanza de recuperar la anterior. Desde que tenía memoria, jamás había viajado fuera de su ciudad natal. Ahora tenía que hacerse a la idea de un entorno totalmente nuevo.

A su padre lo habían ascendido de puesto en el trabajo. Con la Gerencia de Supervisión de Calidad, llegaban para el hombre nuevos retos y compromisos, pero también más beneficios económicos. Antes de aceptar la propuesta, lo consultó con su familia, pues la mudanza estaba implicada. En la familia Leoy, las decisiones importantes debían contar con aprobación unánime. Armin no recibió bien la noticia al principio, mas terminó por acceder al tomar conciencia de la recompensa que representaba para todos. Su padre viajó antes a la nueva ciudad para buscar una casa y una nueva escuela para él y Amanda. Aprovechó para conocer las rutas de transporte y lugares interesantes para visitar. Después de una semana y media explorando como turista, regresó por su familia.

El mismo día que llegaron a la ciudad, su padre los llevó a él y a su hermana a recorrer los alrededores. Su madre se sentía demasiado cansada por el viaje, así que prefirió quedarse en la habitación del hotel. Pasaron frente a las escuelas donde estudiarían y descubrieron que había un cine a poca distancia de su nueva casa; el centro comercial tampoco estaba retirado. Amanda lucía encantada con la novedad. En cambio, él no quería saber nada del lugar que lo aprisionaría por tiempo indefinido.

Cuando regresaron, su hermana y su padre fueron al restaurante del hotel para pedir una banana split, el postre favorito de Amanda. El joven no sentía apetito en ese momento y optó por pedirle a su padre la llave de la habitación. Al ingresar al cuarto, notó que las puertas de vidrio que daban al balcón se encontraban abiertas. Se asomó y vio a su madre cabizbaja, recargada sobre el barandal.

—Ya regresamos, ¿qué haces? —preguntó Armin con cierta preocupación.

—Admiro el paisaje —respondió ella con un ánimo extraño.

—Ah… ¿Y en qué piensas?

La mujer calló unos instantes. ¿Sería crudo sincerarse con su hijo? Él aún era un niño…

—No va a ser fácil adaptarnos a esta nueva vida. Temo que les afecte mucho el cambio.

—No dejo de pensar en lo que dejamos atrás —admitió Armin—. Sé que es necesario para seguir adelante, pero no deja de dolerme. Discúlpame por ser tan grosero estos días.

Los ojos de su madre se llenaron de lágrimas contenidas.

—Es muy duro, hijito. Dejamos allá a tus abuelos, a toda la familia. Tú dejaste a tus amigos. Yo nunca tuve que pasar por eso, siempre viví en el mismo lugar. Ahora que lo experimento, a mis treinta y siete años, es mucho más difícil para mí de lo que aparento. Aquí estamos solos los cuatro, ¿pero sabes por qué no me siento abandonada? Porque los tengo a ustedes. Tu papá nos ama y nunca haría algo que nos perjudicara; al contrario, lo hace por nuestro bienestar.

—Lo sé —asintió Armin conmovido—. Sabes bien que los quiero. No es por ustedes que me siento así. No lo puedo evitar. Dame tiempo. Te prometo esforzarme por sonreír cada rato. Voy a poner una alarma para recordármelo.

—Gracias, hijo —respondió su madre, soltando una ligera risa reconfortante.

Madre e hijo se dieron un cariñoso abrazo, como hacía semanas no se daban uno.

Pasaron varios días para que el camión de la mudanza al fin los alcanzara. La estancia en el hotel había logrado que la familia se olvidara momentáneamente de la extenuante tarea que les esperaba para instalarse en su nuevo hogar. La casa entera asemejaba un almacén, con cajas y muebles amontonados unos sobre otros. La recámara del joven no era la excepción, pues Armin aún no desempacaba nada. No habían pasado más de ocho horas desde que los trabajadores terminaron de meter sus pertenencias, pero ya necesitaba ropa limpia. Sus camisas y pantalones debían estar en alguna de las tantas cajas, probablemente aplastados o escondidos bajo más cajas. Buscó desesperadamente sin éxito. Harto de la situación, tomó una caja con la etiqueta "Bodega" y la arrojó al suelo. Para su sorpresa, algunas prendas salieron desperdigadas.

En la cocina, su madre terminaba de lavar los últimos platos sucios, colocándolos con los demás que ya había limpiado. Únicamente faltaba Armin por desayunar.




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