Mis ojos siguieron las letras de la pantalla mientras escribía. Por fin, me concentré al cien por ciento, o al menos eso pensé. Una bolita de papel cayó en mi regazo. Suspiré fastidiada y la arrojé al bote de basura sin tomarle más importancia. Seguí escribiendo. Otra bolita de papel me pegó en la cara; pausé por un momento y cerré los ojos con fuerza.
— Concéntrate, Abigail. Concéntrate.
Volví a escribir de nuevo. Y esta vez, arrojaron una bolita de papel a la pantalla de mi computadora. ¡Qué manera de interrumpirme! Me giré en mi silla, muy molesta.
—¡Ya deja de hacer eso! —grité, pero nadie estaba ahí. Solo mi closet cerrado y un vestido negro colgado en la perilla de la puerta. Normalmente me hubiera asustado, pero en su lugar rodé los ojos. Cuando me giré de nuevo, vi a una muchacha sentada en la orilla de mi cama. De cabello muy corto y una sonrisa que marcaba hoyuelos en sus mejillas. Sostenía una hoja de papel en su mano y me di cuenta de su intención.
—No —le dije con firmeza. Ella hizo un puchero.
—¡¿Pero por qué no?! —su voz hizo eco dentro de mi habitación.
—Porque intento concentrarme.
—¿Para qué?, ¿para pasarte de nuevo horas y horas escribiendo?
—Me gusta escribir —respondí a la defensiva— Me distrae un poco de ti, a veces —la muchacha frunció el ceño y ladeó la cabeza.
—¿Me estás evitando? No le contesté nada, pero claro que la estaba evitando. Desde que apareció en mi habitación, me puso de nervios. No me dijo cómo llegó ahí, tampoco dijo cuanto tiempo planeaba quedarse y cuando se lo pregunté me respondió:
—Eso depende de muchas cosas —divagó mientras jugaba con los flequillos de la almohada que estaba en mi cama.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté, porque hasta ahora no sabía su nombre.
—Mora.
—¿Cómo la fruta? —reprimí una risa, apretando los labios. En cambio, Mora soltó una carcajada que me dio escalofríos. Admito que era muy bonita, pero aun así me causaba una inquietud muy grande, y todavía no sabía por qué. Me levanté de la silla y me dejé caer en la cama. Mora me vio con extrañeza y se subió junto conmigo.
—¿Qué tanto escribes? —susurró, acostándose boca arriba a un lado mío.
—Cosas —contesté, no quería decirle más, porque sabía que era capaz de leer mis pensamientos. Ella sabía que me daba un poco de miedo.
Tocaron la puerta de mi habitación y yo me sobresalté. Hace mucho tiempo que nadie tocaba la puerta. Me acerqué con cuidado sin abrirla, todavía tenía llave.
—Aby, hija —mi mamá habló desde el otro lado— Vinieron tus amigos de la prepa a verte, Sofía, Sebastián y Lulú. Sofí te dejó un peluche, corazón. —la voz se le cortó— Te quiero mucho, nos vemos mañana. Pero no nos podíamos ver mañana, la puerta seguía cerrada. Y yo no la podía abrir. Así escuché a mi papá, y a mi hermano, una vez. Mi hermano no quiso hablar mucho, mi mamá lo forzó a decirme algo cuando tocó la puerta.
La intenté abrir muchas veces; tenía la caja de herramientas de mi papá en el closet, pero nada me ayudó a destrabar el seguro.
—¿No te cansas? —me preguntó Mora.
—¿De qué? —dije mientras forcejeaba con la perilla.—De estar aquí, todos los días. Sin ofender, tu cuarto es muy aburrido.
—A mí me gusta —respondí, claro que me ofendí. Yo misma lo decoré. Mora se hincó a un lado de mí y puso una mano sobre la mía. Su piel estaba fría, a pesar de que sus mejillas mostraban cierto sonrojo.
—Aby, ya vámonos. Llevas mucho intentando abrir esa puerta, y cada vez que te lo digo, te regresas al escritorio a escribir —me lo dijo en un tono maternal, lo cual era muy inusual en ella. Siempre me estaba molestando o contándome historias espeluznantes, como hace días me contó que se apareció en la habitación de una señora de 67 años, dónde no había más que muñecas de porcelana en todos lados. Que horror.
—¿A dónde vamos? —pregunté. Ella me vio con fastidio y se puso de pie.
—No te lo puedo decir.—Pues me lo vas a tener que decir —reclamé mientras me ponía de pie también— Porque no pienso irme contigo hasta que me digas a dónde. Mora no me dijo nada y se desvaneció frente a mí. Me tiré de nuevo a la cama y me puse a llorar. Tenía miedo, mucho miedo. Recordé como mi mamá solía ayudarme cuando estaba asustada, ella decía que tenía que respirar profundo primero. Eso hice, pero solté el aire y empecé a llorar sin descontrol.
¿Por qué no le hice caso? Si tan solo le hubiera marcado para que fuera por mí en aquella fiesta no estaría llorando, no estaría tan asustada. Pero no fue así. Quise hacerme responsable de mis amigos y tomé el carro. Escuchamos el álbum de rock clásico que tenía mi papá en la guantera, porque no había estéreo. Sofí, mi amiga, me acompañaba en el copiloto. Cantó con ganas todo el camino, sin importar lo desafinada que se escuchaba. Solo omití la parte en la que Sebas y Lulú se besaban de vez en cuando. Siempre me gustó Sebas, fue mi primer amor desde tercero de primaria. Aun así, estaba feliz por ambos. Estaba feliz en ese momento, después una luz me iluminó el rostro. Un golpe me impactó y cuando volví a abrir los ojos estaba en mi habitación. Y luego Mora llegó, y lo de mi puerta...
—¡Ya, abran la maldita puerta! —exclamé desde mi cama. Me senté y tomé el vaso con agua de mi buró. Lo aventé hacia la puerta y se hizo añicos. Luego aventé un zapato, luego una almohada, todo lo que me encontrara a mi paso. Pateé la puerta, la golpeé a puño cerrado con desesperación (increíblemente los nudillos nunca me sangraron).
—¡Basta, Aby! ¡Basta! —escuché a Mora decir mientras me alejaba a la fuerza. Mi respiración se agitó, pero dejé que me arrastrara hasta la cama y me sentara allí.
— Tranquilízate.
—Ya no quiero, ya no quiero estar encerrada aquí. No me gusta. —sollocé.
—Lo sé. Pero tienes que soltarte. Tienes que soltarte, y dejar de querer abrir la puerta.
—No sé qué va a pasar después y no quiero dejarlos. A mis papás, a mis amigos —Mora me miró con lástima. Entre lágrimas, observé las paredes de mi cuarto, ya no podía ver sus colores. Eran grises, ya no de un lila suave. Pronto, todo tomó un aspecto lúgubre que me hizo sentir más incómoda. No dije nada más y me di la vuelta gateando por toda la cama hasta que me metí debajo de las colchas. No me dormí, no quería cerrar mis ojos y no volver a despertar.
—Pero ya los tienes cerrados —escuché decir a Mora. Me quedé quieta y callada por unos minutos, que luego se transformaron en horas. Lo sabía, a pesar de que el reloj de la pared no avanzaba. Escuché un par de sollozos, no eran míos. Reconocí a mi hermano menor, él nunca tocó, pero aun así podía escucharlo. Le escuché decirme que no le gustaba que estuviera así, que mis papás sufrían mucho y que no dormían.
—Yo sé que tú también estás sufriendo —dijo— Tienes que descansar.
Asentí con la cabeza, mi hermano tenía razón. Ya era hora. Me quité las colchas de encima y observé a la muchacha que me había acompañado todos estos meses. Se parecía un poco a mí. Yo también tenía el pelo corto. No estaba lista, nunca lo estuve. Nadie está listo.
—¿Qué hay después? —pregunté por última vez.
Mora solo me sonrió y me tomó de la mano.
Editado: 26.08.2021