Anzu estaba en su última clase del día, literatura básica. Su maestra, la señorita Noelia Fischer, era una mujer de treinta años, de semblante serio, que vestía casi siempre faldas largas, las cuales parecían de una tela barata, pero las llevaba limpias y bien planchadas, sus camisas de seda y mangas largas de cuello eran de colores cremas o blancas y sus sacos de lana, que la hacían ver aún más seria, llevaban algunos hilos brillantes; su cabello corto siempre lo llevaba suelto y sus lentes cuadrados que cubrían sus ojos verdes, nunca los olvidaba.
Anzu fingió escuchar a las palabras de su maestra, aunque la escuchara en el último rincón de su mente, su cabello largo y lacio, de un tono rojizo, lo llevaba recogido en una coleta, por lo que no podía colocarse sus audífonos para dejar escuchar la voz chillona de Fischer, sus ojos almendrados de orbes marrones, que los adornaban unas pestañas largas y abundantes, estaban fijos en el libro de mitología que solía llevar a esa clase.
-… Por lo tanto, es importante diferenciar el realismo del romanticismo, ¿verdad? Señorita Anzu –dijo su maestra con un tono arisco que la tomó por sorpresa.
Anzu bajó su libro en seguida y alzó sus rectas cejas en reflejo, frunció sus gruesos y rosados labios, para luego hacer una mueca con ellos.
-Por supuesto –respondió Anzu pareciendo confiada.
Noelia soltó un suspiro y fue hasta el asiento de Anzu con pasos sigilosos, se paró enfrente del escritorio de ella y apuntó con una regla de plástico, la cual solía llevar con frecuencia a la clase, directo al libro de Anzu.
-Señorita Cokban, esta es clase de literatura, no de filosofía –hablo con una voz autoritaria.
Anzu bajo su rostro y frunció su nariz respingada, mientras se regañaba mentalmente por haber olvidado poner la pasta de “La divina comedia” detrás del libro, luego volvió su rostro hacia su maestra.
-Lo siento –hablo avergonzada –no volverá a ocurrir.
-Claro que no –dijo entre dientes. Noelia regresó lentamente a su escritorio, y con sus ojos fruncidos miró directamente a Anzu –Mañana traerá un reporte de la clase de hoy, con algo que usted aporta sobre el tema hablado, ¿entendido, Señorita Cokban? –sus palabras sonaban con desprecio.
-Si –respondió con voz apagada.
-Eso es todo, pueden retirarse -dio por terminada la clase.
Anzu soltó un suspiro y empezó a guardar sus cosas, mientras miraba a su maestra salir del aula con pasos firmes, hasta desaparecer de su vista. Después de unos minutos, Anzu salió del aula dispuesta a ir a la biblioteca; en su camino miró a lo lejos una cabellera dorada con actitud folclórica que reconoció enseguida.
- ¿Por qué la cara larga? –dijo la misma, dejando ver más de cerca su cabellera larga, dorada y lacia en cuanto se acercó a Anzu.
-La maestra me ha pillado con el libro de mitología. Me ha pedido que haga un ensayo sobre su clase -dijo con desprecio.
-No se soporta nada, desearía pintar su cara de simio y colgarlo por todas las aulas –bromeo entrecerrando sus ojos pequeños de orbes verde esmeralda, que los adornaban pequeñas pestañas, y haciendo una suave línea hacia arriba con sus alargados y delgados labios.
-Basta, Alice –regaño Anzu, la mencionada arrugó su pequeña nariz e hizo una pequeña mueca, haciendo que sus delgadas y rectas cejas se encogieran –voy a la biblioteca –anuncio enseguida, cambiando de tema.
-Voy contigo –dijo Alice, Anzu asintió.
Alice Collins era la mejor amiga de Anzu, ella siempre vestía pantalones de bota ancha, camisas cortas y zapatos deportivos de plataforma, muy pocas veces usaba vestidos oscuros que hacían relucir su piel blanquecina; Alice era proveniente de una familia adinerada, sus padres eran unos de los mejores bioquímicos de Londres, y ella, hija única, estudiante de segundo semestre de fisioterapia. Anzu conoció a Alice, cuando estaban en quinto año de escuela; Anzu era muy diferente de Alice, tanto económica como social, excepto de que ella también era hija única. Anzu vivía con su abuela en Waterloo, cerca del puente Westminster donde se encuentra el Big Ben; los padres de Anzu murieron cuando ella apenas era un bebe, así que no los recuerda, tampoco tiene una foto de ellos, solo tiene a su abuela.
Anzu esperaba con paciencia en la ventanilla de la biblioteca mientras una vieja mujer de carácter fuerte atendía su pedido; Alice, que era un poco más alta que Anzu, observaba como aquella señora tecleaba, en un viejo computador de mesa, letra a letra, cada palabra; ella hizo una mueca y colocó su barbilla en su mano esperando paciente. Había estado observando cuánta gente entraba y salía por la vieja puerta de la biblioteca, pero hubo una persona que llamó su atención y ahora se dirigía hacia donde estaban ellas, era una chica, su estatura era baja y su contextura, delgada. Pasó por un lado de ella y se posicionó al lado de Anzu. Su cabello negro, tinturado en las puntas de rojo, lo traia recogido en una coleta, vestía una playera ancha, unos vaqueros negros y unos tenis blancos.
-Soy Nía Bonheur, he venido a volver estos libros –hablo con un tono arisco, interrumpiendo a la vieja mujer, la cual, bajo sus lentes con lentitud y miró directo a los ojos grises de la chica.
-Espera tu turno –respondió con tono hostil, para luego llamar a una ayudante.