Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 17: El Rugido de la Tormenta.

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Los relámpagos comenzaron a caer peligrosamente cerca, iluminando el bosque con destellos blancos que cegaban por un instante.

Un árbol gigantesco, retorcido por el tiempo y la humedad, recibió el impacto directo de uno de esos rayos: se encendió en llamas con un estruendo seco y agrietado, y cayó pesadamente, levantando un muro de fuego crepitante a escasos metros de donde estaban Esmeralda y sus amigos.

El calor abrasador los envolvió al instante, quemándoles la piel y el aire.

—¡Corran! —gritó uno de los ingenieros, su voz desgarrada por el pánico, mientras la desesperación se apoderaba del grupo, disolviendo cualquier rastro de orden.

—¡Por aquí! ¡Síganme! —vociferó Marcelo, tirando con fuerza de la mano de Lía, pero ella se soltó bruscamente, sus ojos fijos en Esmeralda.

—¡No! ¡Esmeralda! —chilló Lía al ver que su amiga se había quedado atrás, paralizada por el terror, con la mirada perdida en las llamas.

—¡Vete con Marcelo! ¡Voy tras ella! —le gritó otro ingeniero, empujándola hacia adelante con decisión.

El caos reinaba: las carpas, que un momento antes ofrecían un refugio precario, comenzaron a incendiarse una tras otra, sus lonas crepitando y ardiendo.

Todos salieron huyendo en direcciones distintas, tropezando con raíces expuestas y ramas retorcidas, mientras el fuego se extendía como un monstruo devorador. La lluvia golpeaba con furia implacable, pero no lograba sofocar las llamas que crecían con cada ráfaga de viento huracanado.

—¡Esmeralda, ven conmigo! —gritó Marcelo desde el otro lado del muro de fuego, extendiendo un brazo en un intento desesperado por alcanzarla, su rostro contorsionado por la angustia. Las llamas crecieron de golpe entre ellos, altas y rugientes, cortando cualquier camino, cualquier esperanza de cruzar.

—¡No puedo! ¡El fuego! —sollozó Esmeralda, sus ojos anegados de lágrimas que se mezclaban con la lluvia helada que le resbalaba por la cara. Cada relámpago hacía que todo se viera como un cuadro infernal, una visión distorsionada del apocalipsis.

—¡Tienes que correr, Esmeralda! ¡Busca otro camino! —chilló Lía desde algún punto invisible, su voz llevada y distorsionada por el viento huracanado, apenas un eco.

—¡Prometan que nos volveremos a encontrar! —gritó Esmeralda, lanzando un último vistazo a las siluetas borrosas de sus amigos, que se desvanecían entre el humo y la lluvia, antes de girar y lanzarse a correr en dirección contraria.

Esquivaba raíces humeantes y ramas ardientes, cada paso era como en un sueño febril, una pesadilla de la que no podía despertar: el bosque se retorcía a su alrededor, árboles crujían y caían como si el suelo quisiera tragársela viva.

A lo lejos, los gritos desesperados de Marcelo y Lía se mezclaban con el rugido del viento y el crepitar furioso del fuego.

—¡Esmeralda! ¡Esmeralda! —se escuchaba como un eco que se desvanecía, tragado por el caos.

Pero sus voces se perdían entre el estruendo. Ella solo escuchaba el latido ensordecedor de su propio corazón galopando en sus oídos y el bramido furioso del fuego que parecía devorar el mundo a su alrededor, consumiendo todo a su paso.

De pronto, un rugido profundo resonó a unos metros de distancia, un sonido que no era del viento ni del fuego. Esmeralda se detuvo en seco, el corazón paralizado, se agachó entre los helechos empapados y alzó la vista con dificultad.

Entre las sombras danzantes y las llamas anaranjadas, un enorme lobo rojo emergió del bosque, su silueta imponente contra el infierno ardiente. Su pelaje brillaba como brasas vivas bajo los destellos intermitentes de los relámpagos, y sus ojos —dos pozos negros e intensos— se clavaron en los de Esmeralda con una ferocidad y una familiaridad que le helaron la sangre.

Escuchó nuevamente esa voz en su mente, la misma que la había acompañado desde que piso la isla Barlon: No le temas, guardiana de tu destino, él no es tu enemigo. No le temas, mi niña.

—¡Cállate ya! —siseó Esmeralda con la voz quebrada por el terror y la desesperación, aferrándose a su miedo instintivo—. ¿Cómo voy a ir hacia donde un lobo que seguramente quiere devorarme? ¡Es imposible!

Sintió que las piernas le fallaban, débiles y temblorosas. Un frío helado le recorrió la espina dorsal, pese al calor abrasador de los árboles ardiendo a su alrededor. Las lágrimas brotaron sin control, mezclándose con la lluvia.

—¡Dios mío, ayúdame! —rogó en un susurro apenas audible, un lamento que se perdió en el silbido ensordecedor del viento.

El lobo avanzó lentamente, con paso seguro y poderoso, acercándose cada vez más. El suelo temblaba bajo su peso colosal, como si la tierra misma gimiera. Su respiración grave y profunda se mezclaba con el rugir de la tormenta, creando una sinfonía caótica.

Mientras tanto, Marcelo y Lía corrían desesperados por el bosque, tropezando y llamándola a gritos, sus voces ahogadas por la furia de los elementos. Pero Esmeralda no los escuchaba; su mundo se reducía a esos ojos negros que la acechaban entre las sombras danzantes del fuego, a la bestia majestuosa que se acercaba.

Esmeralda, paralizada de terror, tomó una única y desesperada decisión: correr. Se lanzó a la carrera con todas sus fuerzas, adentrándose más y más en la espesura del bosque, esquivando raíces y ramas, mientras las llamas iluminaban su camino con un resplandor infernal, pintando sombras grotescas.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritaba con la voz desgarrada, esperando que alguien —cualquiera— pudiera oírla en medio del cataclismo.

Detrás de ella, el gran lobo rojo, Arturo, corría con una velocidad imposible, sus patas golpeaban la tierra húmeda, levantando salpicaduras de barro. Los latidos de ambos —corazón humano, que ya era uno con el corazón de lobo— retumbaban al unísono en la tormenta, una conexión inquebrantable.

—¡No la pierdas de vista! —gritó Arturo a su lobo desde lo más profundo de su mente, una orden perentoria, llena de angustia—. ¡Por favor, esta vez no podemos fallar! ¡No la perderemos de nuevo!




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