Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 18: Proclamación.

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En lo profundo del bosque, la desesperación de Marcelo y Lía era palpable, un nudo apretado en sus gargantas. Sus rostros estaban empapados, no solo por la lluvia torrencial que caía como un castigo divino, sino por las lágrimas que se confundían con cada gota salada. El terror los había calado hasta los huesos.

Tras un frenético recorrido a ciegas, tropezando con raíces y esquivando sombras, finalmente se reencontraron con los tres ingenieros que los acompañaban. Juntos, lograron encontrar un refugio precario en una pequeña cueva, casi invisible, oculta entre la espesura densa y la maraña de raíces retorcidas y ramas humeantes.

—¡Tenemos que salir a buscarla! —exclamó Marcelo con la voz rota, jadeante, sus ojos desorbitados por el pánico mientras golpeaba la pared rocosa con un puño sangrante, sin sentir el dolor—. ¡No podemos dejarla sola allá afuera, en ese infierno!

—No —respondió uno de los ingenieros, su voz grave y cargada de un cansancio mortal, de una resignación abrumadora—. Intenté alcanzarla, pero… —tragó saliva con dificultad, su garganta seca— desapareció entre el humo denso y las llamas voraces. El bosque es un infierno ahora mismo, Marcelo, una trampa mortal. Si salimos, moriremos todos, sin remedio.

—¡No me importa! —chilló Marcelo, el pecho subiéndole y bajándole como un fuelle descontrolado, su voz un lamento de angustia—. ¡Esmeralda necesita ayuda! ¡Ella… ella está sola! ¡Sola!

La lluvia arremetía contra la entrada de la cueva como un tambor de guerra tribal, cada gota un proyectil. Cada trueno retumbaba como un rugido primordial que sacudía la tierra bajo sus pies.

Lía, hecha un ovillo en el rincón más oscuro, se abrazaba a sus rodillas y temblaba sin poder controlar sus sollozos, sus pequeños gemidos se ahogaban en el estruendo de la tormenta.

—¿Y si… y si nunca la encontramos? —balbuceó con un hilo de voz apenas audible, los ojos tan abiertos que reflejaban cada relámpago, cada destello fantasmal del fuego que se rehusaba a extinguirse.

—¡La encontraremos! —bramó Marcelo, aunque su voz, a pesar del intento de firmeza, tembló y se quebró en el último eco, revelando su propia desesperación—. Esmeralda es fuerte… lo es… —repitió, más para sí mismo, como un mantra, que para los demás, intentando convencerse.

Uno de los ingenieros, de rostro endurecido por el miedo y la cruda realidad, se agachó para quedar a la altura de Lía, sus ojos buscando los de ella con seriedad.

—Escúchenme bien —dijo con tono firme, como quien dicta un veredicto ineludible—. No hay forma de salir ahora. La tormenta no cede su furia y el fuego avanza sin control, un monstruo que consume todo. Aquí estamos protegidos, por un tiempo, y si queremos sobrevivir… debemos esperar. No hay otra opción.

La lluvia siguió golpeando con furia implacable, como si el bosque entero llorara lágrimas de desesperación. Afuera, el cielo se iluminaba con relámpagos que revelaban, a cada destello fugaz, un bosque convertido en un mar de llamas, en un paisaje dantesco de ceniza y destrucción.

Horas después, cuando la lluvia empezó a amainar, transformándose de diluvio en un goteo constante, y el rugido del viento se volvió un susurro lúgubre, el grupo se arrastró con cautela hacia la entrada de la cueva.

Pero al asomarse al exterior, un grito ahogado se les escapó al unísono, un lamento compartido: el bosque ardía por todos lados, un infierno visible hasta donde la vista alcanzaba. Lenguas de fuego trepaban los troncos carbonizados, y el aire estaba saturado con el olor denso y amargo de la madera calcinada, de la desesperanza.

—¡Dios… no…! —sollozó Lía, llevándose las manos al rostro en un gesto de horror absoluto—. ¡Es un infierno! ¡Estamos atrapados!

—Atrás, retrocedan —ordenó el ingeniero con voz cortante, casi un gruñido, empujándolos suavemente hacia la seguridad relativa de la cueva—. ¡No podemos avanzar así! ¡Es suicida, una locura!

Marcelo se volvió hacia el ingeniero, los ojos inyectados de sangre, la furia mezclada con la desesperación.

—¿Y qué hacemos? —rugió, con la desesperación rompiéndole la voz en mil pedazos—. ¿Nos quedamos aquí como ratas acorraladas esperando la muerte? ¿Esperamos a ser calcinados?

—No hay otra opción viable —dijo otro de los ingenieros, su mirada fija en las llamas que danzaban a lo lejos, como espíritus de fuego—. Esperaremos a que la tormenta se extinga por completo, a que el fuego se calme. Entonces buscaremos a Esmeralda… si sigue viva.

Sin más remedio, con el alma encogida por la impotencia, todos retrocedieron hacia el interior de la cueva.

Allí pasaron la noche en vela, acurrucados entre sí, buscando un calor que no existía, refugiados en un silencio tenso, solo interrumpido por llantos ahogados y el chisporroteo incesante del bosque que ardía, quemando sus esperanzas.

Cada uno, con la mirada perdida en la oscuridad, cargaba en su corazón el peso abrumador de la decisión que los había llevado hasta esa isla maldita, preguntándose si acaso, en su afán por un sueño o una leyenda, habían firmado su propia sentencia de muerte.

*****🌙*****

En la oscuridad de la noche, con la tormenta golpeando con furia los muros ancestrales del castillo, Arturo irrumpió por la puerta principal, cargando a Esmeralda inconsciente en sus brazos.

El silencio se adueñó del gran salón como un manto pesado: los invitados, que aún permanecían allí, refugiados de la lluvia y esperando el desenlace del drama, alzaron la vista con expresiones de asombro, miedo y confusión al verlo entrar empapado, con la joven protegida contra su pecho, empapada y frágil.

Milagro, su madre, corrió hacia él con el rostro desencajado por la sorpresa y la profunda preocupación. Ángel, su padre, se adelantó con el ceño fruncido y la voz cargada de una ira mal disimulada.

—¡Hijo! —exclamó Milagro, sus manos temblorosas aferrándose a su brazo—. ¿Qué has hecho? ¿Por qué huiste de tu propia boda? ¿Quién es ella?




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