El aire en la mina se volvió denso, cargado de la energía del mineral que ahora fluía a través de Erika. Con los ojos cerrados en profunda concentración, Erika extendió las manos hacia la sólida pared de roca. Sus palmas destellaron con una luz dorada y pura.
Un murmullo sordo, como el de una bestia despertando, resonó en las profundidades de la tierra. La mina entera tembló, y luego, con un estruendo ensordecedor, los pesados bloques de piedra comenzaron a desplazarse lentamente, como si una mano invisible los apartara. Esmeralda se cubrió el rostro del polvo y el resplandor que emanaba de la abertura que se formaba.
Un segundo después, una bocanada de aire fresco y el grito lejano de las aves la invadieron. La mina se había abierto, revelando una salida que daba directamente al corazón del campamento improvisado. La luz del sol los bañó, y por un instante, el silencio de la sorpresa fue la única respuesta del lugar. El campamento entero las miró, petrificado, incapaz de creer lo que veían.
La quietud se rompió cuando los amigos de Esmeralda la vieron. Sus rostros se iluminaron de alivio, y corrieron hacia ella con los brazos abiertos. Abrazos, sollozos de alegría y exclamaciones de "¡Estás viva!", la rodearon, creando un cálido círculo de reencuentro.
A pocos metros, la mirada de Erika buscó a sus padres. Daniel y Estefanía, con los ojos hinchados de dolor y angustia, corrían hacia ella. Sus rostros se llenaron de un alivio incontenible al ver a su hija, y las lágrimas que habían retenido durante días cayeron sin control.
Pero la alegría duró solo un instante. Un grito lleno de rabia e ira interrumpió la escena.
—¡Tú! ¡Bruja! —tronó una voz imponente.
Era Ángel, el tío de Erika, quien había reunido a un grupo de los guerreros más fuertes del campamento. Con la mirada llena de furia y el rostro marcado por el resentimiento, señaló a su sobrina.
—¡Las desgracias que han caído sobre la isla son culpa tuya! ¡Tus poderes solo traen caos y desolación!
Los guerreros le colocaron unas pesadas esposas de metal que se ajustaron con un chasquido, sellando sus muñecas. El sonido pareció clavarse en su alma, como si cada eslabón confirmara una condena que ya no le correspondía.
Erika no se resistió. Sus labios temblaban, pero no dijo nada. Bajó la mirada, incapaz de enfrentar los ojos furiosos que la rodeaban. Sentía el hierro frío sobre su piel como un recordatorio de lo que todos pensaban de ella: una amenaza, un error, una herida abierta en la isla.
—Debes pagar por tus errores, serás custodiada y llevada ante la corte de los ancianos, y ellos verán cuál es el mejor castigo para ti.
En su mente, las imágenes se agolpaban: los momentos de oscuridad cuando Jennifer la controlaba, los gritos, la sangre, la soledad de haber sido temida incluso por aquellos que debían protegerla. Ahora, sin esa sombra devorándola, la luz del Ilvayem aún ardía en su pecho… pero nadie parecía querer verla.
"¿De qué sirve estar limpia si todos me miran como si siguiera siendo un monstruo?" pensó, y el peso de esa idea la hizo inclinar los hombros, como si el mundo entero se apoyara sobre ella.
Sus ojos azules, antes brillantes con la energía de la Guardiana, se nublaron de lágrimas contenidas. Sus labios se entreabrieron, como si quisiera defenderse, pero ninguna palabra salió. La garganta le ardía de impotencia. Solo alcanzó a soltar un suspiro quebrado, apenas audible, que se perdió bajo los gritos del campamento.
Sus manos, encadenadas, se apretaron con fuerza. No por rabia, sino por miedo. Miedo de que nunca creyeran en ella. Miedo de que, aunque la isla la hubiera aceptado, su gente jamás lo haría.
"Si tan solo pudieran sentir lo que siento ahora…" rogó en silencio, cerrando los ojos con fuerza. "Si pudieran ver que ya no soy la misma… que esa oscuridad murió conmigo en la mina."
Su cuerpo entero transmitía esa fragilidad: el ligero temblor de sus dedos esposados, el arqueo de sus cejas al borde de romperse en llanto, el modo en que mordía su labio para contener el sollozo que amenazaba con escapar. Erika parecía más una niña perdida que la villana temida que todos recordaban.
Fue en ese momento que Esmeralda, viendo la injusticia y la crueldad, apartó a sus amigos con un gesto. La ira se encendió en sus ojos. Vio cómo la encarcelaban y la culpaban por algo que no era su verdadera naturaleza. Y mientras Ángel se preparaba para arrastrar a Erika hacia el calabozo del palacio, Esmeralda se puso de pie con una nueva y feroz determinación.
—¡Deténganse ahora! —la voz de Esmeralda resonó con una autoridad que sorprendió a todos, hizo callar a los guerreros y al Alfa Supremo Ángel—. Ella no es la culpable de esta destrucción. La maldad que la consumía no era suya.
La voz de Esmeralda resonó con una firmeza que ni ella misma sabía que poseía. Y en ese instante, mientras sus ojos se clavaban en los de Ángel, el recuerdo la golpeó con fuerza: la visión.
Había visto la isla hecha cenizas, los árboles arrancados, los ríos secos como heridas abiertas en la tierra. Había visto barcos alejándose, cargados hasta el tope de mineral, mientras detrás quedaba solo desolación y muerte. No había risas, no había canto de aves, solo un silencio devastador.
Ese futuro se lo habían mostrado sus antepasadas, y Esmeralda lo había entendido: si ella se quedaba, si los humanos seguían entrando sin una verdadera Guardiana que los protegiera, ese sería el destino inevitable de la Isla Lúmina.
"No puedo permitirlo", pensó con un estremecimiento. "No puedo dejar que esa visión se convierta en realidad."
Fue esa certeza, ese recuerdo clavado en su corazón, lo que encendió la llama en su voz y en su mirada cuando habló de Erika. Porque no defendía solo a una joven injustamente juzgada, defendía el futuro mismo de la isla.
—Erika ha sido purificada —repitió con más fuerza, alzando la voz para que todos pudieran oírla—. Ella es la Guardiana que la isla ha elegido. Si no la aceptamos, si no confiamos en ella, esta tierra será condenada. Y todos lo pagaremos.