Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 37: Caminos compartidos.

El aire del castillo, usualmente impregnado de la solemnidad ancestral de los lobos, vibraba ahora con una expectativa febril. En una de las amplias habitaciones adornadas con tapices que narraban antiguas leyendas de Lumina, un grupo de mujeres se preparaba para la celebración.

Velas aromáticas de jazmín y sándalo llenaban el ambiente, mezclándose con el suave murmullo de las conversaciones y el roce sedoso de las telas.

Esmeralda, Milagro, Erika y Estefanía se movían entre espejos de plata pulida y cofres de madera tallada, cada una inmersa en sus propios pensamientos y emociones.

Milagro, con un brillo inusual en sus ojos, irradiaba una felicidad serena que iluminaba toda la estancia. El anuncio de su embarazo había transformado su semblante, dotándola de una gracia aún más profunda. Mientras sus damas de compañía terminaban de peinar parte de su cabello castaño y rizado, dejándolo caer en cascada sobre sus hombros, ella acariciaba su vientre con una ternura casi imperceptible.

—¿Puedes creerlo, Esmeralda? —le preguntó a la joven Guardiana, su voz un susurro cargado de asombro—. Un nuevo Alfa… en este momento. Es como si la isla misma lo hubiera orquestado para que mi hijo Arturo y tú tuvieran su propio camino.

Esmeralda sonrió con dulzura, aunque una punzada de melancolía se aferraba a su corazón. Era una alegría inmensa para Milagro y Ángel, una bendición que liberaba a Arturo del peso de la sucesión. Pero también era la confirmación de su inminente partida.

—Es un milagro, —respondió Esmeralda, su voz teñida de un agridulce sentimiento. Estaba vestida con un sencillo pero elegante vestido de blanco, bordado con delicados motivos florales que imitaban la flora de Lumina. Su cabello negro, suelto y brillante, caía como una cascada sobre su espalda.

Erika, sentada frente a un espejo, observaba su reflejo con una mezcla de inquietud y asombro. Su transformación, tanto física como espiritual, era palpable. Sus ojos, ahora de un azul vibrante, reflejaban una pureza que antes solo se intuía, y sentía una calidez desconocida expandiéndose por su pecho. Llevaba un vestido de un azul noche profundo, que resaltaba la luz de sus ojos y su piel pálida. Sin embargo, una sombra de preocupación ensombrecía su rostro.

—No sé cómo me verán —murmuró Erika, su voz casi inaudible, con un leve temblor que antes no poseía—. La gente… los ancianos. Después de todo lo que pasó, ¿me aceptarán como la nueva Guardiana? Mis abuelos, Héctor y Ángela… ¿me perdonarán por el error que cometí?

Estefanía, su madre, se acercó a ella y le acarició el hombro con ternura. Sus ojos, aunque aún cansados por la angustia vivida, reflejaban un amor incondicional.

—Hija, no te preocupes por lo que aún no ha pasado —le dijo Estefanía, con voz suave pero firme—. Confía en la verdad que ahora llevas en tu corazón.

—Tu madre tiene razón, todo estará bien. Ya verás que la gente sentirá la pureza en ti —intervino Milagro, su voz resonando con serenidad. Al mismo tiempo, Esmeralda se acercó y la abrazó con fuerza, un gesto silencioso que transmitía apoyo y afecto. Erika sonrió, sintiendo una oleada de gratitud.

—Gracias, Esmeralda, por ayudarme a elegir la luz en vez de la oscuridad —dijo Erika, con la voz quebrada—. Me entristece que te vayas.

—Ya escuchaste a las guardianas, mis antecesoras. Mi destino, y el de Arturo, está fuera de Lumina —respondió Esmeralda, su voz teñida de resignación y un toque de esperanza por el futuro que les esperaba.

Mientras tanto, en otra ala del castillo, los hombres también se preparaban. El ambiente era más sobrio, pero no menos emotivo. Arturo, con un traje de gala de color oscuro que realzaba su porte atlético, se sentía liberado de una carga ancestral, euforico por la inminente unión con Esmeralda.

Ángel, su padre, lo observaba con una mezcla de orgullo y una punzada de tristeza por la partida. Daniel, el hermano de Ángel y padre de Erika, estaba a su lado, apoyándolos en silencio, su mirada fija en el futuro incierto pero lleno de promesas.

—¿Estás seguro de esto, hijo? —preguntó Ángel, su voz grave, aunque ya sin la dureza de antes, resonando con una mezcla de orgullo y preocupación—. Dejar Lumina, tu hogar, por un camino desconocido…

Arturo se giró para enfrentar a su padre, sus ojos miel brillando con una determinación inquebrantable, reflejando la libertad que sentía al liberarse de las expectativas ancestrales.

—Padre, mi hogar es donde esté Esmeralda. Mi deber es con ella, ahora más que nunca. La isla tendrá un nuevo Alfa, y confío en que será un futuro prometedor para todos. Mi destino está sellado con ella, y no hay fuerza en este mundo que me aparte de su lado.

Ángel asintió lentamente, una sonrisa triste pero comprensiva curvando sus labios. Sabía que no había nada que pudiera decir o hacer para cambiar la decisión de su hijo. El lazo entre almas gemelas era una fuerza superior a cualquier deber o tradición, una verdad que él mismo había experimentado.

En el gran salón del castillo, la fiesta ya había comenzado. Los amigos de Milagro, ataviados con sus mejores ropas, reían y brindaban, ajenos a la tensión que aún flotaba sobre la familia real. La música de flautas y tambores llenaba el aire con melodías alegres, y el aroma a jabalí asado y frutas dulces invitaba a la celebración y al olvido momentáneo de las preocupaciones.

Pero entre la multitud festiva, un par de ojos no dejaban de buscar. Marcelo, el humano que había llegado a Lumina por accidente y que había compartido tantos momentos tensos y difíciles con Erika, sentía una punzada de inquietud y una atracción incomprensible hacia ella, un sentimiento que desafiaba toda lógica.

No entendía por qué su corazón latía más rápido cada vez que sus miradas se cruzaban, por qué su mera presencia lo desarmaba, haciéndole olvidar las barreras que los separaban. Sabía que debía hablar con ella, encontrar una forma de comprender el torbellino de emociones que Erika provocaba en él, un caos que amenazaba con desmoronar su mundo.




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