Isabel era la sacerdotisa de una cultura poco conocida. Bendecida desde niña con sentidos sensibles a lo sobrenatural, fue ungida por los suyos y adiestrada para cuidar espiritualmente a su pueblo.
Era aún muy joven cuando sus padres decidieron entregarla a un protector, y bajo esta unión engendró a un niño. A menudo leía en las cartas sobre su futuro, veía en él grandeza. No podía entender de dónde vendría la gloria que estaba destinada para él, pues su pueblo era una nación pobre y ella por sí misma no tenía en sus manos mucho para ofrecerle.
Cierto día, aquella paz que solían darle las visiones del destino se vio manchada, pues pudo descubrir sobre sus tarjetas pintadas la revelación de la tragedia inmediata: Religiosos fanáticos de otras tierras viajaban para darle caza, le acusaban de brujería.
Pudo ver sobre las cartas su cuerpo consumido en una hoguera y el cuello de su niño cortado por espada.
Desesperada desenterró un baúl escondido, guardaba allí un manojo de barajas especiales, selladas con ritos de un sacerdote antiguo. Quién pudiera interpretarlas conocería los diferentes posibles futuros derivados de cada acción y decisión. Con tristeza, descubrió que hiciera lo que hiciera, aquella noche su vida terminaría, pero la de su hijo tenía oportunidad. Junto al augurio de muerte se bifurcaba un segundo destino, mostrando todavía las mismas glorias triunfantes que sus capacidades extrasensoriales ya le habían vaticinado.
Sabiendo que la hora determinante se acercaba, buscó rápidamente entre sus tesoros una joya ungida con poderes espirituales y que le había sido heredada de generación en generación. Se trataba de una medalla dorada, su brillo se equiparaba al de las estrellas. La leyenda de su casta decía que en la joya podían sellarse bendiciones, y que éstas acompañarían a aquel que la poseyera.
Con toda su fe, Isabel grabó una serie de símbolos que a la vista de cualquiera lucirían como una inscripción en lengua extranjera, pero cada uno de ellos significaba en orden de asiento: GLORIA, VALOR, CONOCIMIENTO, FUERZA.
Tras ponérsela al niño ya dormido, lo acostó en una canasta y cargó con ella río abajo. Habiendo llegado a un punto en el que ya no lo podría acompañar, tras besarle en la frente se arrodilló, preparándose para soltar el cesto a suerte del cauce.
Sujetándolo con fuerza, negada a perderlo todavía, cerró sus ojos elevando una última oración:
–Madre tierra, madre naturaleza. En tus manos dejo la vida de mi hijo, llévalo tú por mí al destino que le tienes preparado. Que tus aguas lo entreguen a las manos que lo esperan.
Sacó de entre sus vestidos un brazalete metálico y colgó en él la medalla, atrapando con ello la muñeca de su hijo. La inscripción de su lugar y fecha de nacimiento, España – 1714, estaba junto al nombre con que le había bautizado.
–Te amo– le dijo, empujando el cesto a la corriente del río.
Aguas violentas. Aguas revueltas. Golpes contra rocas. Estocadas de raíces. Frío. LLanto. Filtración húmeda. Agitación. Oscilaciones tan salvajes como perpetuas. Declives repentinos. Sumersión. Oscuridad.
De pie hacia el corazón de la montaña, una criatura de otro plano sacaba provecho de la gran tormenta que allí caía.
Su nombre era Perybandell.
Perybandell provenía de un plano netamente electrico. Su esencia era un flujo de energía capaz darse a sí misma consistencia física. Ella desde siempre había sentido curiosidad por otros mundos, así que decidió explorarlos. Nunca había oído siquiera hablar acerca de algún sistema solar, pero de pronto ya no se movía dentro de una red electrónica sino sobre superficie rocosa y áspera. Todo lo que veía le era nuevo: Aire, agua, frío, calor, gases, humedad, fuego, plantas, montañas, el sol y la luna que podían verse en el espacio, y las incontables criaturas que poblaban el planeta.
Perybandell, teniendo un organismo puramente eléctrico, no se nutría de alimentos comestibles. Desde siempre, la energía que le sostenía venía dada por un resplandor matriz, responsable de la existencia en su mundo. Habiendo recorrido ya suficiente, sintió que necesitaba sustento, y una noche observó caer relámpagos del cielo en plena tormenta.
Asumiendo que ello era el equivalente de la matriz que ya conocía, se enfocó en el resplandor. Teniendo la capacidad de atraer los rayos hacia sí misma, recibió la fuerte descarga, pero aún cuando sintió sus fuerzas recargadas, fue incapaz de volver. Resultó que la electricidad del rayo terrestre no era de la misma naturaleza que aquella de la matriz, y cada partícula de su cuerpo se cargó irreversiblemente de una nueva energía, una de la que ya no podía deshacerse.
Con un cuerpo que no era materia física pero podía lucir y sentirse como tal, Perybandell era capaz de mostrar el reflejo de la edad que deseara, sin embargo le era imposible recrear ancianidad. El cabello y pupilas revelaba la categoría de la energía que la constituía, y aún cuando hubo perdido aquella inicial, los colores en ella se mantenían. Su electricidad era suave, por lo que su pelo era lila, el dorado de sus ojos también era signo de apacibilidad. Bajo su reflejo maduro se volvía mujer, pero por su personalidad infantil prefería quedarse siempre bajo una imagen mucho más juvenil.
Cierta noche, allí estaba. A mitad de una tormenta, conduciendo los rayos hacia ella y cargando su ser, cuando un intenso brillo que se agitaba en el agua llamó su atención. Siguiéndolo desde tierra firme, caminando por la orilla, la criatura de luz descubrió pronto a aquel niño que había sido dejado a la deriva. El niño de piel blanca y ojos tan oscuros como su pelo, tosía casi ahogado al tiempo que lloraba incesante. Al chocar contra una piedra, el agua lo empujó hacia la maleza del río, entonces ella pudo correr hacia él.
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Editado: 11.01.2021