ISABEL.
Oí como la puerta del auto se cerraba. Desperté de mi ensoñación. Tania, se dio media vuelta. Pero era algo obvio. Lucinda se había ido. Había escapado, como cuando escapó de ir a la comisaría.
—Jódete, Lucinda.— dije, nuevamente. Tania intercalaba sus oscuros ojos entre mi, y la manada de autos que se abalanzaba sobre nosotras. Las luces azules reflejaban en su oscura piel. Encendí el auto, y ronroneó bajo mis manos. Moví la palanca de cambio, y en un abrir y cerrar de ojos, apreté el acelerador.
—¿QUÉ CREES QUE HACES BEL?— gritó Tania, mientras se agarró del apoya cabezas con sus manos. Sus ojos estaban cerrados, como los de una niña asustada.
El auto comenzó a ir marcha atrás. Comencé a oír, unas pequeñas risotadas, nerviosas. Era Tania. Junté mis cejas, mientras la veía con cara extrañada. Abrió la ventana, y soltó una frase que no logré entender. El viento no dejaba que escuche.
—¡JÓDETE LUCINDA!
—Eso no es apropiado de tu parte...— le dijo la muchacha rubia, que salió detrás de un asiento.
Mi corazón casi estalla, y perdí la segunda salida. La primera ya estaba imposibilitada. Y la tercera, en realidad, era una entrada.
—Mierda...— susurré.Giré el volante enteramente para la izquierda. Corrí la palanca de cambio de la reversa. Y pisé el acelerador a fondo. Comenzamos a ir en el curso normal. A cientos de kilómetros por hora.
—¿Qué?— me preguntó Lucinda. Mirando hacia atrás, la policía, y todos los autos de mi padre nos seguían.— ¿¡QUÉ?!
—Rueguen al señor que nadie esté entrando porque es nuestra única salida.— dije, y metí el último cambio que quedaba.
—¿POR QUÉ NO SÓLO PARAS?—me gritó Tania, bajo el ruido del motor. Las sirenas aturdían a cualquiera. Las luces adornaban el interior del auto. Le daban el toque.
—Porque esto es más divertido.— le recordé. Había una pequeña loma de burro. Sentí como si el auto volara bajo mis pies.
El estacionamiento, que ya se vaciaba de a poco, había quedado estupefacto al ver a la policía corriendo a un auto que conducían tres chicas de dieciséis años.
—¡MIERDA, BEL! ¿Qué te sucede?— inquirió Tania.— ¡Ésto no ayuda a Laura!
Pero mi corazón tenía más ganas de fastidiar a mi padre, que la chica muerta con la que jamás hablé.
—Piensa en Marcus, Bel.
De pronto. Todo mi mundo se cayó. A pedazos. Y lo vi, tirado en la cama. Sin poder despertar. Por mi culpa. Frente a nosotras, apareció un pequeño auto, color rojo, que entraba. Al dueño, no le daban las manos para poner la marcha atrás.
Pisé el freno al fondo. Rogué que mis amigas tuvieran cinturón de seguridad. No quería ver a otro amigo salir despedido del auto.
Los autos de la policía nos encerraron. Mi padre salió tras la puerta del conductor, de un bentley, con unos guantes y unos lentes redondos. Vi toda la secuencia por el espejo retrovisor. Estaba realmente impactada. Del otro lado, salía mi madre. Y por la puerta de atrás, Aurora con su flamante cabello rojo. Apoyé mi cabeza contra el volante.
Lucinda, estaba hecha un bollito. Se había hecho un bollito, no supe desde cuando. Como tampoco supimos cómo se bajó, y se subió del auto. Ni para qué. Tania tenía sus ojos abiertos, al igual que su boca. Parecía que tendría que cerrarla, o se tragaría una mosca. Sus manos, en forma de puños, estaban cerradas. Se clavaba las uñas, mientras un chorrito de sangre caía. Las gotas hacían ruido al caer. Era extremadamente molesto.
Suspiré. Me limpié el sudor de la cara. Y me dispuse a salir del auto. Sin darme cuenta, todos los demás ya habían salido de los autos. Una decena de policías. Deberían ser por seguridad de que las chicas que iban detrás del volante, fuesen unos criminales violentos. Cosa que no era así.
Me había olvidado por completo. Los autos de mi padre llevan rastreadores. Pero estaba tan seguro de que era yo, que hasta trajo a la peor policía. Bienvenida madre, nuevamente a Northside.
Al bajar del auto, levanté mis manos, y cerré la puerta con la cadera. Mi cabello, bien corto, se removía con los aires de verano. La luz del sol reflejaba mis mechas más rubias. Y volvía mi cabello castaño un poco más cobrizo.
Mi madre tenía un color azabache. Oscuro. Profundo. Y era rizado. Muy rizado. Y tan suave. En cambio, el cabello de mi padre era como el mío. Mierda. Nuestro parecido era terrible.
Los policías estaban detrás de las puertas, apuntando con sus armas. ¿Por qué no les dice que las bajen? Mi cara estaba desorbitada.
Unos segundos después, salieron Lucinda Y Tania.
Estábamos en la mierda. En la mismísima mierda. Y aún seguían con sus armas arriba. Comencé a caminar. Hacia mi padre. Confiada. No podía ni mirar a los ojos de mi madre.
—Isabel Vargas, queda detenida...— Mi mirada se perdió en el horizonte. Y luego, penetrando los estúpidos lentes de mi padre. Miré a mis amigas. Estaban allí detrás. Entré en una de mis lagunas mentales. Sin saber cómo. Lo último que recordé que gritaba fue, que ellas no tenían nada que ver. Yo era la culpable de todo.
Abrí mis ojos. De par en par. Y me ahogué con mi propio aire. Me encontraba parada frente a la anterior policía. En la comisaría. Mi madre y mi padre me rodeaban. Aurora se encontraba un par de metros atrás. Por lo que parecía, me habían hecho caso. Sólo yo tenía problemas.
TANIA.
La policía ni nos miró. Ni siquiera éramos de su interés. Nos dejaron ir con Lucinda. Intentamos ir con Bel. Pero no pudimos acercarnos.
Mi madre no tenía idea de dónde había pasado todo el día. Y cuando llegué, con mi nueva amiga, rubia, que se iba a quedar durante unos días con nosotros, ni rechistó. Ni siquiera me avergonzó.
Decidí no preguntar nada acerca de la nueva estancia de mi padre. La comisaría del pueblo. Quién lo diría. Prestigioso, el señor García. Un creyente desde tiempos inmemorables.
Lucinda carraspeó, y me despertó de mi ensoñación. Llevaba sobre sus pequeños hombros, una gran mochila, que parecía pesada. La hacía encorvarse. Como una vieja bruja jorobada. Me reí por dentro.