Gabriel arqueó una ceja, complacido por su respuesta. Aquella mujer no se arrinconaba, no lloriqueaba, no hacía escenas. Jugaba al mismo nivel y le devolvía cada estocada con una elegancia exquisita.
Ella dejó los cubiertos con delicadeza sobre el plato, se inclinó ligeramente hacia él, mirándolo con la misma intensidad que había usado la noche que firmaron el acuerdo.
—Quizás no lo sea —concedió con suavidad—. Pero te sorprendería la facilidad con la que puedo demostrar que una invitación con fines privados, realizada frente a mí, puede constituir una conducta inapropiada que afecte la integridad del matrimonio simulado. Créeme, me encantaría probarlo. Estoy ansiosa por un motivo legítimo para cerrar este acuerdo antes de tiempo… sin renunciar a ningún beneficio.
Gabriel dejó escapar una leve risa, grave, cargada de genuina diversión.
—Eres brillante cuando te enfadas —reconoció, sin ocultar la admiración que comenzaba a filtrarse entre sus provocaciones—. Lo admito, me encantaría verte llevar ese caso… contra mí.
Isabella volvió a reclinarse con una tranquilidad que no sentía del todo, pero que sabía utilizar como un arma.
—Tal vez no tengas que esperar tanto para verlo.
El cruce de miradas se alargó. Un duelo sin armas, sin alzar la voz, donde cada palabra pesaba más que un grito.
Gabriel se inclinó un poco más sobre la mesa y, con un deje de satisfacción en la voz, retomó su tono inicial.
—Lo haremos juntos, Isabella. Cada cita, cada análisis, cada paso de este proceso. No pienso dejarte sola ni un segundo. No solo porque lo exige el contrato… sino porque lo deseo. Y no descansaré hasta que cumplas la parte que más me interesa: darme un heredero.
El rubor volvió a las mejillas de Isabella, pero esta vez lo sostuvo sin agachar la mirada. Tragó con suavidad, recuperó su porte y asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Cumpliré lo pactado —afirmó, con voz firme—. Puedes confiar en ello. Espero que también lo hagas tú, Gabriel.
El peso de su nombre, pronunciado sin formalidades, quedó flotando entre ellos. Era la primera vez que ella lo llamaba así. Una concesión involuntaria, pero significativa.
Gabriel sonrió con una satisfacción silenciosa, sabía que había tocado algo dentro de ella, aunque todavía no entendía del todo qué. Quizás era el principio de algo que escapaba incluso a sus propias reglas. Un juego donde, tal vez, él también empezaba a tener algo que perder.
El almuerzo continuó, esta vez, con un silencio menos tenso, más cargado de aceptación. Isabella, mientras degustaba el postre con movimientos calculados, organizaba sus pensamientos con una frialdad impecable. Gabriel, por su parte, se preguntaba por qué ese futuro hijo, que hasta entonces había sido solo una cláusula estratégica, comenzaba a importarle más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Una vez terminaron el almuerzo, pidieron la cuenta y se retiraron del restaurante. De camino a la salida, Isabella intentó ignorar a la mujer que, sin ningún pudor, los observaba con descaro. La mirada de la rubia se paseó con deliberada lentitud por la figura del hombre, como si ella no existiera, como si Isabella fuera apenas un ruido de fondo.
El gesto no pasó desapercibido. Gabriel, siempre atento, lo notó. Observó la pequeña mueca de incomodidad que se dibujó en los labios de Isabella y, con la naturalidad de quien no tiene nada que esconder, la rodeó por la cintura, obligándola a detenerse con una suave presión de sus dedos.
—Bella, mi hermosa… espera. —Su voz descendió una octava, con ese tono grave que, sin proponérselo, lograba atravesarla.
Isabella parpadeó, sorprendida, justo cuando él sacó un pañuelo blanco del bolsillo interior de su chaqueta y, con delicadeza estudiada, limpió la comisura de sus labios.
»Tienes un poco de crema aquí —murmuró, mientras pasaba el pañuelo con una ternura que contrastaba con la intensidad de su mirada. Le sujetó su mentón con firmeza, acercándose hasta que el espacio entre ellos se redujo a una fina línea de aire.
Ella contuvo la respiración. Su corazón se desbocó, golpeándole el pecho con fuerza desmedida. Gabriel lo sabía, podía sentir el leve temblor de su cuerpo bajo su toque. Entonces, con una sutileza medida, rozó sus labios con los de ella en un beso corto, deliberado, suficiente para estremecerla, pero no para calmarla.
»Permite que todos sepan que estoy ocupado —susurró contra su boca, antes de separarse, apenas lo justo para mirarla a los ojos.
Ella se sonrojó, lo sintió en cada célula, en la piel que le ardía, en la sangre que se le agolpaba en las mejillas. Pero, lejos de sentirse humillada, una satisfacción tibia se le instaló en el pecho. Gabriel había dejado claro, frente a esa mujer y frente al mundo, que no le interesaba nadie más.
Lo acompañó hasta el coche en silencio. El trayecto de regreso al apartamento fue igual de callado, pero ya no había tensión, sino un cúmulo de pensamientos desordenados que revoloteaban en la cabeza de Isabella. Él había logrado, con un solo beso, con un solo gesto, desarticularla por completo.
Al llegar, Isabella se despidió con una leve inclinación de cabeza y se dirigió de inmediato a su habitación. Necesitaba aire, espacio, tiempo para calmarse. Todo se estaba moviendo demasiado rápido, y el tema de la clínica, del embarazo, del inevitable momento en que debería acercarse más a él, comenzaba a aplastarla. Se sentía asfixiada.
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Editado: 04.07.2025